Estoy segura de no haber tenido más de ocho años. Fue una de esas salidas a comer fuera, en un restauran que, en ese momento, me parecía la obra máxima de la elegancia. Estas salidas eran todo un acontecimiento, reservadas para momentos especiales, en los que la comida sería una delicia, un acto sublime de la mecánica de ingerir alimentos. A los ocho años, un pollo asado, papas fritas y Coca Cola era como estar en el cielo. A los 27, muchas veces sigue siéndolo.
Recuerdo que el amable garzón se nos acercó y comentó que nos traerían postre "por cortesía de la casa". Por alguna razón, recuerdo que todos los garzones que me atendieron en mi niñez, eran guapos, atentos y siempre sonreían mucho. Les profesaba una admiración infinita, pues siempre me trataban bien y, además, me traían comida. Años después, puedo dar fe que sigo ganando sonrisas cuando demuestro un excesivo entusiasmo por los alimentos, una felicidad tan pura y tan genuina que muchas veces, parece incluso alegrar a otros.
Por tanto, cuando hace casi 20 años, el garzón auguró un postre gratis, se convirtió automáticamente en la persona más bondadosa que conocía, alguien cuyo desinteresado gesto recordaría por siempre. Me alegra saber que cumplí esa promesa, pero muchas veces, para llegar a nuestras metas se recorre un camino diametralmente opuesto al planificado.
El postre llegó. Era una pequeña copa con una sustancia blanquecina. Dos décadas después, el debate familiar se mantiene. Madre asegura que era un mousse de guayaba, mientras padre dice que era algo con limón. Pueden tener razón ambos, alguno o ninguno. Los recuerdos, especialmente aquellos que son compartidos, suelen teñirse con el paso del tiempo.
Lo que los cuatro recordamos sin problema fueron nuestras caras de asombro. Aquella cortesía de la casa era, lejos, el peor postre que habíamos probado. Recuerdo que mi madre incumplió su propia regla y una fugaz mueca de desagrado pasó por su rostro. Miró a mi padre con un dejo de desesperación. Él, a su vez, un devorador fenomenal de casi cualquier cosa comestible, abrió y cerró la boca un par de veces, como un pez fuera del agua. Yo miré a mi hermano, a la sazón de unos seis años, y le advertí que no comiera, porque era "el postre más malo del mundo".
Como dije: los recuerdos se distorsionan con el paso del tiempo. Puede que no haya sido así, pero recuerdo que un silencio sepulcral inundó la mesa. Yo había dejado la ensalada de pimientos que sirvieron como entrada, Y recuerdo que, en algún momento le agregué un poco a la copa del postre. Esto reafirma claramente que el terrible sabor de la cortesía de la casa impactó de tal modo a mi soberana madre, que incluso me permitió realizar ese experimento, nuevamente obviando las leyes impuestas a la mesa.
Mi hermano, que siempre tuvo gustos culinarios para mi totalmente incomprensibles, dijo que el postre había mejorado mucho con su nueva guarnición. Todos le ofrecimos los nuestros, pero sólo se comió ese, pues mi madre recupero la compostura y consideró que agregarle morrón a un mousse de guayaba era demasiado, incluso tratándose de algo con un sabor tan espantoso.
Jamás sabremos qué ocurrió. De hecho, nadie parece recordar qué preparación fue. Pero a veces, en las conversaciones familiares, alguien saca a colación el tema. Mi hermana, que nació diez años después de ese episodio, incluso conoce el frontis del local. Jamás regresamos, pero, cuando comemos juntos en casa, y alguien recuerda la historia, se cuenta con entusiasmo. Los años le van cambiando detalles, pero la conclusión siempre es la misma. El lo peor que hemos comido juntos, como familia. El desastre culinario que cometió el crimen de arruinar un postre, pero que hoy, casi veinte años después, nos transporta a una vida mucho más simple. Fue, en ese momento, una de las locas pruebas que nos puso el destino. Pero que, como tantas otras, incluso algunas mucho más terribles, a veces nos hace reir.
domingo, 6 de diciembre de 2015
jueves, 19 de noviembre de 2015
Un pavlov frutal
Contrario a lo recomendado por muchos especialistas, e incluso, la experiencia propia, sería muy feliz sin trabajar. Con gusto, me consumiría en un espiral de hedonismo, sin más preocupaciones que la siguiente cosa entretenida que podría hacer. Sin embargo, pese a que trabajo en algo que me gusta y me otorga bastantes libertades espirituales, que no económicas, no me tomó demasiado tiempo de adultez darme cuenta de una clara verdad: La importancia de autoentrenarme por medio de un intrincado sistema de recompensas. Al fin y al cabo, defiendo la postura de que, al caer la noche, somos un animal más.
Y, lógicamente, este sistema de autoregulación conductiva se relaciona con la comida. No hay otra manera. No es sobre la satisfacción del trabajo realizado, no es sobre los desafíos exitantes y mucho menos sobre el valor de la misión cumplida. Es sobre comida, porque comer es el acto más sublime y honesto que tengo para ofrecer.
De esta forma, cada una de las labores está asociada a un bocado específico. Comenzó en la universidad, donde la mastodónica tarea de comenzar la semana yendo a clases a las 8 de la mañana debía ser recompensada con una dobladita con abundante queso derretido y un té helado con sabor a durazno. No de limón, no solo, no té negro ni bebida. Tenía que ser té helado de durazno y este necesariamente tenía que ser muy bien acompañado con la dobladita con abundante queso. Aún recuero las manos veloces de la tía del casino, que arrojaba grandes láminas de queso amarillo sobre un fogón y con la rapidez que sólo puede dar la experiencia, tomaba el queso con una espátula y lo acomodaba sobre el pan.
Luego, el sistema de autoentrenamiento se fue complejizando: Era un jugo de frutas si terminaba la semana, una gigantesca ensalada de frutas si además salía de una prueba particularmente difícil. Cuando trabajé en un videoclub, compraba dulces ácidos por realizar un turno normal y un mix de frutos secos si la jornada requería más paciencia que la acostumbrada.
Entré a trabajar a un diario, y cada página entregada merecía celebrarse con un paquete de gomitas. Los domingos eran acompañados de una empanada napolitana en honor a la valentía que requiere el trabajar cuando muchos duermen. Cambié la prensa por la oficina y nunca encontré un bocadillo al cual asociarlo. Lo intenté, pero ningún tentempié cumplía el perfil de ser la recompensa oficial. Quizás fue eso lo que motivó a mi jefe a impulsarme uniteralmente a otro empleo. Sabio personaje, pues a los pocos días encontré otro trabajo, en el que cada jornada larga es premiado con masas dulces, con un leve aroma a anís y crema pastelera, vulgarmente llamada "conejo".
Com además de trabajadora también soy estudiante vespertina, cada incursión al Instituto de Capacitación Laboral es premiado con un vaso de frutas con leche condensada. Y como terminé la universidad, los lunes en la noche el inicio de la semana es recibido con comida china.
Hay quien diría que lo mio es sólo explicable por medio de la psicología: O la comida suple los afectos y otras necesidades de aquella índole, o sencillamente, soy particularmente malcriada.
Puede que tengan razón, pues no considero necesario explicar el inmenso vacío que me deja el que falte algunas de mis recompensas. No importa cuántas notas escribí, si la panadería que me provee de conejos está cerrada o no tiene aquel dulce en particular, fue un día perdido en el cual los dioses de la productividad me jugaron una broma macabra. Es decir, es un día perdido.
Por eso, creo que algo hay de mala crianza. Una que, por cierto, me inculqué yo y no mis padres, quienes tal vez se horroricen ante lo expuesto, pese a, insisto, funciona de maravilla.
Pero Pavlov, señores...Pavlov estaría orgulloso.
Y, lógicamente, este sistema de autoregulación conductiva se relaciona con la comida. No hay otra manera. No es sobre la satisfacción del trabajo realizado, no es sobre los desafíos exitantes y mucho menos sobre el valor de la misión cumplida. Es sobre comida, porque comer es el acto más sublime y honesto que tengo para ofrecer.
De esta forma, cada una de las labores está asociada a un bocado específico. Comenzó en la universidad, donde la mastodónica tarea de comenzar la semana yendo a clases a las 8 de la mañana debía ser recompensada con una dobladita con abundante queso derretido y un té helado con sabor a durazno. No de limón, no solo, no té negro ni bebida. Tenía que ser té helado de durazno y este necesariamente tenía que ser muy bien acompañado con la dobladita con abundante queso. Aún recuero las manos veloces de la tía del casino, que arrojaba grandes láminas de queso amarillo sobre un fogón y con la rapidez que sólo puede dar la experiencia, tomaba el queso con una espátula y lo acomodaba sobre el pan.
Luego, el sistema de autoentrenamiento se fue complejizando: Era un jugo de frutas si terminaba la semana, una gigantesca ensalada de frutas si además salía de una prueba particularmente difícil. Cuando trabajé en un videoclub, compraba dulces ácidos por realizar un turno normal y un mix de frutos secos si la jornada requería más paciencia que la acostumbrada.
Entré a trabajar a un diario, y cada página entregada merecía celebrarse con un paquete de gomitas. Los domingos eran acompañados de una empanada napolitana en honor a la valentía que requiere el trabajar cuando muchos duermen. Cambié la prensa por la oficina y nunca encontré un bocadillo al cual asociarlo. Lo intenté, pero ningún tentempié cumplía el perfil de ser la recompensa oficial. Quizás fue eso lo que motivó a mi jefe a impulsarme uniteralmente a otro empleo. Sabio personaje, pues a los pocos días encontré otro trabajo, en el que cada jornada larga es premiado con masas dulces, con un leve aroma a anís y crema pastelera, vulgarmente llamada "conejo".
Com además de trabajadora también soy estudiante vespertina, cada incursión al Instituto de Capacitación Laboral es premiado con un vaso de frutas con leche condensada. Y como terminé la universidad, los lunes en la noche el inicio de la semana es recibido con comida china.
Hay quien diría que lo mio es sólo explicable por medio de la psicología: O la comida suple los afectos y otras necesidades de aquella índole, o sencillamente, soy particularmente malcriada.
Puede que tengan razón, pues no considero necesario explicar el inmenso vacío que me deja el que falte algunas de mis recompensas. No importa cuántas notas escribí, si la panadería que me provee de conejos está cerrada o no tiene aquel dulce en particular, fue un día perdido en el cual los dioses de la productividad me jugaron una broma macabra. Es decir, es un día perdido.
Por eso, creo que algo hay de mala crianza. Una que, por cierto, me inculqué yo y no mis padres, quienes tal vez se horroricen ante lo expuesto, pese a, insisto, funciona de maravilla.
Pero Pavlov, señores...Pavlov estaría orgulloso.
jueves, 12 de noviembre de 2015
Que no se muera mi barrio
Llegué a vivir a mi casa cuando apenas tenía tres años y hoy, 24 años después, no me sorprende que mi primer recuerdo sea el de mi madre inclinada preparando quizás que platillo en la minúscula cocina, que hoy, a punta de esfuerzo y enjundia, está convertida en pasillo.
Al barrio llegamos todos juntos. Era un terreno destinado a albergar a los trabajadores de una fábrica de textiles. Mi padre vio, con alegría, cómo el sueño de la casa propia se hacía realidad para él y muchos de sus compañeros. Quiso el democrático sorteo organizado por los vecinos que como familia fuéramos bendecidos con una casa esquina, ganando un par de afortunados metros. Planté en ella mi primer árbol, el que, en un arranque de originalidad infantil, llamamos "Arbocio" con mi hermano.
"Sobraya" es el nombre que recibe el conjunto de casitas que apenas abarca dos pasajes. Para muchos de mis vecinos, es casi una ofensa que este nombre sea cambiado por cualquier otro, considerando que barrios mucho más grandes rodean lo que la agrupación de vecinos actual defiende con una ferocidad y organización tan implacable que no puede menos que llenarme de orgullo.
Pero el barrio ha cambiado en este cuarto de siglo. A pasos de mi casa, en la esquina del frente, una señora de ceño permanentemente fruncido y pelo rizado manejaba con mano de hierro "Las Rosas", pequeño almacén que reunía a la burbujeante masa de amas de casa y niños embelequeros.
Doña Rosa, como siempre asumí que se llamaba, era amante de los gatos, y parecía cumplir el perfil de esposa de mayor envergadura y energía que su marido. Posiblemente, conocía todos los secretos de la población, pero a mi siempre me pareció un poco brusca.
En sentido opuesto, estaba otro almacén, mucho más grande que el primero, y con un ambiente muy distinto. Cabían allí dos posibilidades : Ser recibidos por el matrimonio o por su hija. La mujer-que puede haya sido joven, pero a esa edad todos son irremediablemente adultos- se movía como una exhalación, impulsada por un resorte. Su prisa era tal, que muchas veces no alcancé a terminar de enumerar los productos cuando ya tenia la lista completa y el vuelto en mis manos.
La segunda opción, resuena en mi cabeza con un dulce canturreo. "Azuquitar, aaazuquitar", repetía dulcemente la pareja, mientras a paso de tortuga se desplazaba por el lugar buscando solemnemente cada uno de los ingredientes solicitados. El sabio matrimonio tenía la filosofía de que la vida es muy corta para vivirla con apuro. Cada abarrote era tratado con delicadeza y entregado ceremoniosamente, como una ofrenda para el cliente, tarareando el nombre del producto mientras lo buscaban, para espantar a la mala memoria. Cada uno de los alimentos era tratado con profundo respeto, y cada moneda era amorosamente contada y guardada o entregada, según fuese el caso.
A espaldas de la casa, un inmenso terreno baldío era coronado con una joya que en ese tiempo no supe valorar. Una feria de verduras, ruidosa y llena de vida recibía diariamente a todos los vecinos. Poco recuerdo: una escalinata de cemento, que tenía dos o tres pasillos y que el puesto número 3 era el único ante los ojos de mi madre.
Hoy de ambos almacenes no queda más que un letrero descolorido y la feria es, desde hace año, un hipermercado. Los vecinos han cambiado, la ciudad creció y el árbol familiar dio paso a una habitación posterior. Con todo, pienso que en el barrio está organizando sus bodas de plata. Los vecinos comenzaron a pintar los postes de la luz, a diseñar murales para celebrar los 25 años de la entrega de las casas, y que una comisión está buscando la forma de ubicar a todos los vecinos en una misma mesa, cerrando las calles que llevo años atravesando a pie. Y entonces sé que mi barrio, aunque herido, sigue vivo.
Al barrio llegamos todos juntos. Era un terreno destinado a albergar a los trabajadores de una fábrica de textiles. Mi padre vio, con alegría, cómo el sueño de la casa propia se hacía realidad para él y muchos de sus compañeros. Quiso el democrático sorteo organizado por los vecinos que como familia fuéramos bendecidos con una casa esquina, ganando un par de afortunados metros. Planté en ella mi primer árbol, el que, en un arranque de originalidad infantil, llamamos "Arbocio" con mi hermano.
"Sobraya" es el nombre que recibe el conjunto de casitas que apenas abarca dos pasajes. Para muchos de mis vecinos, es casi una ofensa que este nombre sea cambiado por cualquier otro, considerando que barrios mucho más grandes rodean lo que la agrupación de vecinos actual defiende con una ferocidad y organización tan implacable que no puede menos que llenarme de orgullo.
Pero el barrio ha cambiado en este cuarto de siglo. A pasos de mi casa, en la esquina del frente, una señora de ceño permanentemente fruncido y pelo rizado manejaba con mano de hierro "Las Rosas", pequeño almacén que reunía a la burbujeante masa de amas de casa y niños embelequeros.
Doña Rosa, como siempre asumí que se llamaba, era amante de los gatos, y parecía cumplir el perfil de esposa de mayor envergadura y energía que su marido. Posiblemente, conocía todos los secretos de la población, pero a mi siempre me pareció un poco brusca.
En sentido opuesto, estaba otro almacén, mucho más grande que el primero, y con un ambiente muy distinto. Cabían allí dos posibilidades : Ser recibidos por el matrimonio o por su hija. La mujer-que puede haya sido joven, pero a esa edad todos son irremediablemente adultos- se movía como una exhalación, impulsada por un resorte. Su prisa era tal, que muchas veces no alcancé a terminar de enumerar los productos cuando ya tenia la lista completa y el vuelto en mis manos.
La segunda opción, resuena en mi cabeza con un dulce canturreo. "Azuquitar, aaazuquitar", repetía dulcemente la pareja, mientras a paso de tortuga se desplazaba por el lugar buscando solemnemente cada uno de los ingredientes solicitados. El sabio matrimonio tenía la filosofía de que la vida es muy corta para vivirla con apuro. Cada abarrote era tratado con delicadeza y entregado ceremoniosamente, como una ofrenda para el cliente, tarareando el nombre del producto mientras lo buscaban, para espantar a la mala memoria. Cada uno de los alimentos era tratado con profundo respeto, y cada moneda era amorosamente contada y guardada o entregada, según fuese el caso.
A espaldas de la casa, un inmenso terreno baldío era coronado con una joya que en ese tiempo no supe valorar. Una feria de verduras, ruidosa y llena de vida recibía diariamente a todos los vecinos. Poco recuerdo: una escalinata de cemento, que tenía dos o tres pasillos y que el puesto número 3 era el único ante los ojos de mi madre.
Hoy de ambos almacenes no queda más que un letrero descolorido y la feria es, desde hace año, un hipermercado. Los vecinos han cambiado, la ciudad creció y el árbol familiar dio paso a una habitación posterior. Con todo, pienso que en el barrio está organizando sus bodas de plata. Los vecinos comenzaron a pintar los postes de la luz, a diseñar murales para celebrar los 25 años de la entrega de las casas, y que una comisión está buscando la forma de ubicar a todos los vecinos en una misma mesa, cerrando las calles que llevo años atravesando a pie. Y entonces sé que mi barrio, aunque herido, sigue vivo.
miércoles, 11 de noviembre de 2015
Sympathy for Devil
Para nadie que haya conversado, o leído, mis largos monólogos respecto a la comida sería una una sorpresa mi cruzada contra la cazuela, ese plato estandarte de la comida casera, aquel que reúne gran cantidad de ingredientes flotando sobre una aguada mezcla.
Descrito así, obviamente, no suena tentador. Me preocupé de que así fuera, porque si hay una forma segura de cambiar mi estado de ánimo de resplandeciente a El Resplandor, es descubrir, un día caluroso, que una humeante cazuela espera en mi puesto.
Esta guerra sin cuartel se gestó desde los anales de la historia. Mis armas: distraer, negociar y suplicar. Las suyas: una larga tradición hogareña y el respaldo y reconocimiento de casi todo un país.
Y así pasamos, felices, casi 27 años. Ninguna daba su brazo a torcer. Cualquiera diría que hasta disfrutábamos la contienda.
Pero un día, diversos asuntos me llevaron a abandonar mi pueblito costero y dirigirme a la capital, a pocos días de mi cumpleaños. Santiago cuenta, pese a su mala fama, con mi simpatía. Si se recorre con más tiempo que prisa, resulta agradable, pese a ese vacío que siento al estar lejos del mar. Ruidosa, apresurada y flexible, ofrece mucho y muy distinto a lo que acostumbro. Recorría el centro de la ciudad de la mano de uno de esos amigos que uno llama a las tres de la mañana y responde de inmediato, tienen llave de tu casa y son parte del inventario familiar y junto a aquella persona que te ve en los mejores y peores momentos y, aún así, te ama con un amor correspondido. Entre los pésimos dones turísticos de mi amigo, y la memoria frágil de mi pareja, nos lanzamos a la búsqueda de una picá, restauran pequeño que ofrece lomitos y papas fritas. En tanto, yo miraba a todas las direcciones a la vez, ávida de absorber las nuevas experiencias y sensaciones.
En eso, un cartel me dejó pasmada. En pleno centro de Santiago, se ofrecía cazuela a la hora del almuerzo. Hasta allí ningún problema, salvo la cazuela, claro.
Pero el precio era casi 5 veces más que los que ofrecen en mi ciudad. Entonces miré la fotografía del detestable platillo, y me invadió la tristeza. Una pena infinita se apoderó de mí, mientras notaba que el cordero, las papas, los porotos verdes, la zanahoria, el pimiento e incluso, el insufrible caldo aguado me devolvía la mirada desolada. Sentí el otrora enemigo atrapado por cadenas invisibles, apartado de su lugar de plato casero. Me dolió verlo convertido en un manjar inalcanzable para cualquier día de la semana. Porque conozco a mi enemiga, y sé que no pertenece a un pedestal. Sé que es democrática, que se ofrece sin aspavientos, que su lugar es en las mesas de todos a un precio accesible.
Pero allí estaba ella, reducida a un gusto de esos que se dan sólo a fin de mes. Había perdido su familiaridad, su cercanía, su molesto título de plato casero por excelencia. Mientras me miraba con ojos aguados y casi pude sentir que me pedía que la llevara de vuelta a su mesa. Y yo, por primera vez, entendí su rol y el sabor amargo que deja el separarla de él. Llena de nostalgia, asentí, comprendiendo sus años de historia.
De vuelta en mi costa, mi madre me sorprendió con el susodicho platillo. Se me escapó una mueca de disgusto y ella, revoloteando los ojos al aire, me dijo que, como siempre, me sirviera sólo las papas y les agregara ensalada, cosa que por supuesto hice. Nuestra guerra no ha terminado, y sigo sosteniendo que es un plato insulso y sobrevalorado, pero no olvidaré cómo, por una vez, ambas nos miramos con simpatía, con esa complicidad que sólo se da entre enemigos acérrimos.
Descrito así, obviamente, no suena tentador. Me preocupé de que así fuera, porque si hay una forma segura de cambiar mi estado de ánimo de resplandeciente a El Resplandor, es descubrir, un día caluroso, que una humeante cazuela espera en mi puesto.
Esta guerra sin cuartel se gestó desde los anales de la historia. Mis armas: distraer, negociar y suplicar. Las suyas: una larga tradición hogareña y el respaldo y reconocimiento de casi todo un país.
Y así pasamos, felices, casi 27 años. Ninguna daba su brazo a torcer. Cualquiera diría que hasta disfrutábamos la contienda.
Pero un día, diversos asuntos me llevaron a abandonar mi pueblito costero y dirigirme a la capital, a pocos días de mi cumpleaños. Santiago cuenta, pese a su mala fama, con mi simpatía. Si se recorre con más tiempo que prisa, resulta agradable, pese a ese vacío que siento al estar lejos del mar. Ruidosa, apresurada y flexible, ofrece mucho y muy distinto a lo que acostumbro. Recorría el centro de la ciudad de la mano de uno de esos amigos que uno llama a las tres de la mañana y responde de inmediato, tienen llave de tu casa y son parte del inventario familiar y junto a aquella persona que te ve en los mejores y peores momentos y, aún así, te ama con un amor correspondido. Entre los pésimos dones turísticos de mi amigo, y la memoria frágil de mi pareja, nos lanzamos a la búsqueda de una picá, restauran pequeño que ofrece lomitos y papas fritas. En tanto, yo miraba a todas las direcciones a la vez, ávida de absorber las nuevas experiencias y sensaciones.
En eso, un cartel me dejó pasmada. En pleno centro de Santiago, se ofrecía cazuela a la hora del almuerzo. Hasta allí ningún problema, salvo la cazuela, claro.
Pero el precio era casi 5 veces más que los que ofrecen en mi ciudad. Entonces miré la fotografía del detestable platillo, y me invadió la tristeza. Una pena infinita se apoderó de mí, mientras notaba que el cordero, las papas, los porotos verdes, la zanahoria, el pimiento e incluso, el insufrible caldo aguado me devolvía la mirada desolada. Sentí el otrora enemigo atrapado por cadenas invisibles, apartado de su lugar de plato casero. Me dolió verlo convertido en un manjar inalcanzable para cualquier día de la semana. Porque conozco a mi enemiga, y sé que no pertenece a un pedestal. Sé que es democrática, que se ofrece sin aspavientos, que su lugar es en las mesas de todos a un precio accesible.
Pero allí estaba ella, reducida a un gusto de esos que se dan sólo a fin de mes. Había perdido su familiaridad, su cercanía, su molesto título de plato casero por excelencia. Mientras me miraba con ojos aguados y casi pude sentir que me pedía que la llevara de vuelta a su mesa. Y yo, por primera vez, entendí su rol y el sabor amargo que deja el separarla de él. Llena de nostalgia, asentí, comprendiendo sus años de historia.
De vuelta en mi costa, mi madre me sorprendió con el susodicho platillo. Se me escapó una mueca de disgusto y ella, revoloteando los ojos al aire, me dijo que, como siempre, me sirviera sólo las papas y les agregara ensalada, cosa que por supuesto hice. Nuestra guerra no ha terminado, y sigo sosteniendo que es un plato insulso y sobrevalorado, pero no olvidaré cómo, por una vez, ambas nos miramos con simpatía, con esa complicidad que sólo se da entre enemigos acérrimos.
martes, 1 de septiembre de 2015
Martes
El de Isabel había sido un día apocalíptico. Una devastadora
sinfonía de problemas. Llegó tarde al trabajo por ir a dejar a su gato a la
veterinaria- lo habían envenenado ¿¡Cómo pudieron!?- y el panorama no era
alentador. En la oficina, los portazos fueron la banda sonora de la mañana, la
impresora se rehusó a ser parte de aquella locura y simplemente dejó de
funcionar y además una pila de
documentos imprescindibles se acumulaba en su escritorio.
La hora del almuerzo debió ofrecer algún consuelo, pero su
local favorito estaba cerrado. Frustrada, se topó con un pequeño restauran que
ofrecía comida italiana. Una jornada tan nefasta ciertamente no incitaba a aventurarse, pero el agotamiento
pudo más. Se tardaron muchísimo, mas en cuanto Isabel probó los fetuccinis con
salsa Alfredo, sintió un rayo de luz
divina atravesando su pecho.
¿La salsa tendrá vino blanco?, se preguntó.
Regresó a la oficina. El día no mejoró, por supuesto. Se dio
cuenta que había perdido uno de sus aros favoritos y tuvo una discusión con su
pareja ni bien cruzó la puerta de su casa. Exhausta, se acostó deprisa.
“Seguro que tenía vino blanco” fue lo último que pensó antes
de dormir.
lunes, 24 de agosto de 2015
El gato y el ratón
Gustavo llegó a la posada movido
por la aventura. Era de esos locales solitarios, donde el menú y las porciones
dependen del estado de ánimo de los dueños. Pidió una empanada de queso camarón
y un té, que estaba demasiado dulce.
Mientras agradecía infinitamente la temperatura del queso derretido, Ulises, el
dueño del lugar, tomó sus huevos revueltos, su taza de latón humeante y decidió que habiendo otro comensal,
no había razón para comer solo.
Gustavo, pese a todo, era un
apasionado de las buenas historias. Y Ulises tenía muchas. Contó aventuras increíbles,
de esas que sólo tienen los pescadores viejos y curtidos. La expresión atenta
del cabro era sincera, así que la retribuyó con toda la comida y los relatos
que la tarde aguantara.
-Sabe qué pasa, es que hay mucho
marino que es gato. Y son muy buenos gatos, pero yo llevo 48 años siendo ratón-
comentó entre relatos.
La hora de irse los encontró. Gustavo,
el gato, había reconocido el sabor de lo prohibido en cuanto lo probó. Gustavo,
el comensal, se despidió con un apretón de manos y salió del lugar con el estómago lleno, una tímida sonrisa y una historia que no hacía
falta contar.
lunes, 17 de agosto de 2015
Affair con la política
Cuando tenía unos 6 o 7 años, recuerdo que estaba con mi abuela en una concurrida galería de la ciudad. El objetivo de tan alegre paseo era comprarme zapatos para el colegio. Al girar en uno de los pasillos, que hasta hoy recuerdo perfectamente, nos encontramos de frente con una señora muy rubia y con globos a su alrededor: Rosa González, la mítica Rosa de Aric, en ese entonces "única candidata independiente", según sus propias y muy aceleradas palabras, pese a que la rodeaban globos azules y amarillos, colores inconfundibles de la derecha de mi país.
Todo pasó muy rápido: mientras yo miraba las coloridas guirnaldas del color de la UDI, Rosa González me tomó de un brazo, y con una sonrisa radiante le dijo a la madre de mi madre "Señora, yo le compro los zapatos a la niña, no se preocupe", sin dejar de apretarme.
Y mi abuela, comunista acérrima hasta el día de hoy, dijo palabras que siguen calando en mi corazón.
Todo pasó muy rápido: mientras yo miraba las coloridas guirnaldas del color de la UDI, Rosa González me tomó de un brazo, y con una sonrisa radiante le dijo a la madre de mi madre "Señora, yo le compro los zapatos a la niña, no se preocupe", sin dejar de apretarme.
Y mi abuela, comunista acérrima hasta el día de hoy, dijo palabras que siguen calando en mi corazón.
-"SUELTE A MI NIETA, VIEJA LOCA"
Vociferó mi dulce abuelita, mientras con una fuerza descomunal me apartaba de las garras de la candidata que osó insinuar que con un par de zapatos podía comprar su voto.
Y mientras continuamos nuestro camino por las libres alamedas de la galería, la oí murmurar "Zapatos, la vieja loca... si yo puedo comprar todos los zapatos que quiera...vieja loca".
Perder a un amigo
Hace como dos semanas, me comenzó a doler el brazo derecho. "Tendinitis", me autodiagnostiqué alegremente-excepto por la parte en la que la mano me dolía tanto que quería sacarme el brazo con los dientes- y continué con mi vida. La tendinitis y yo forjamos una bonita relación: me dolía más que la cresta, me compré un cabestrillo, seguía doliendo, empecé a tipear con la pura mano izquierda, a veces dolía menos, tomaba apuntes con la mano izquierda, dolía mucho, me peinaba con la mano izquierda, dolía aún más...finalmente, decidí terminar con los.recaditos y fui al doctor para conocer en persona a mi tendinitis, pues sabía que debido a su naturaleza, probablemente seguiría visitándome a lo largo de mi vida laboral. Cuál sería mi sorpresa al no encontrarla por ningún lado. Luego de ser sometida a todo tipo de exámenes y pruebas, luego de casi 2 semanas de licencia médica y de remedios para apalear el dolor, una sonriente doctora me dice a quemarropa:
-Bueno,según los exámenes preliminares, puede ser una microlesión en la columna cervical, anemia, problemas a los huesos, compresión del nervio con nombre impronunciable, una lesión muscular o...
-tendinitis?- Termino la extensa lista por ella.
-No. Cualquiera de las que te nombré, menos tendinitis. Fue lo primero que descartamos con la ecografía.
-Bueno,según los exámenes preliminares, puede ser una microlesión en la columna cervical, anemia, problemas a los huesos, compresión del nervio con nombre impronunciable, una lesión muscular o...
-tendinitis?- Termino la extensa lista por ella.
-No. Cualquiera de las que te nombré, menos tendinitis. Fue lo primero que descartamos con la ecografía.
No pude explicarle a la risueña galena que acababa de alejarme de una vieja amiga.
Tragedia
Ha ocurrido una tragedia. Una verdadera calamidad bucal. Fue planeado, pero eso no le resta pesadumbre. Una de la peores cosas que pueden ocurrirle a quién piensa soberanamente en comida día y noche: Brackets.
Por supuesto, esto no significa que esté ciega frente a las calamidades que día a día en este pálido punto azul que llamamos planeta. Pero no puedo evitar sentirme abrumada frente al despliegue necesario para actos tan simples y maravillosos como comer. Los completos caseros pasaron a convertirse, finalmente, en un plato con salchichas, palta, tomate y mayonesa. Y desde hace casi un mes que, en lugar de comer sandwishes, los destripo. Es una verdadera carnicería de churrascos, queso, palta, tomate, papas fritas y mayonesa con ajo. Además del pan, por supuesto, que finalmente queda abandonado a su suerte la mayor parte del tiempo.
Y, al tener a estos férreos invitados hace apenas algunas semanas, aún queda un mundo de bocadillos que no he tenido la oportunidad de probar.No me he atrevido a un simple pan batido (o marraqueta, en casa lo llamamos de ambas formas indistintamente), pues temo que su corteza me lastime.
Y el futuro sólo se ve lúgubre. ¿Que va a pasar el día que quiera comer choclo con queso? ¿Que pasa con los wantanes? Siempre me gustaron los frutos secos, en especial si van acompañando quesos...¡Y las almendras lucen ahora tan amenazantes! Nunca fui aficionada a los caramelos, pero ¿Qué va a pasar cuando me ofrezcan mentitas?
Cuando el amable cirujano me comentó que quizás los primeros días fue necesario que sólo me alimentara de sopas, sentí un vacío gigante en el estómago. Una vez puestos uniformemente los trocitos de metal en mi boca, fui al cine. Compramos una gigantesca porción de palomitas de maiz...y comenzó el desastre. No sólo incomodaba, es que con horror comencé a notar que la parte de mi cerebro que suele festejar cada vez que hay comida esperando, estaba angustiada. Parecía confundida, como si no entendiera por qué comer ahora era menos disfrutable.
Durante estos días he aprendido a pensar en la comida como nunca antes: Sopesando delicadamente los requerimientos de cada bocado frente a esta nueva situación. He pasado de largo frente a carritos con maní confitado, empanadas de queso, chocolates y otras delicias. Y no importa lo que los gurús de la alimentación saludable digan...masticar 50 veces cada cucharada que me llevo a la boca no me hace sentir bien. Hay quien dice que para disfrutar la comida se debe saborear lentamente cada bocado. Pero para mi, o al menos, para mi yo de hace tres semanas atrás, cada ingesta obedece a un deseo profundo y verdadero. ¿O existe quien, en días de calor abrasador, entre al agua delicadamente "saboreando" la sensación de frescura? Por supuesto que existe quien haga eso, pero yo pertenezco al grupo para quienes llegar a la playa y empaparse de pies a cabeza son un sólo y único acto.
Pero los días avanzan, y con ello, tímidamente renacen las esperanzas. Quizás sólo es cuestión de costumbre. Las empanadas de queso, al menos, presentan aquella facilidad, aunque aún no concibo el comer un completo destripándolo en el plato. Pero soy optimista. Después de todo...ningún metal me alejaría ni demasiado tiempo, ni demasiado enserio de mi verdadero amor.
Por supuesto, esto no significa que esté ciega frente a las calamidades que día a día en este pálido punto azul que llamamos planeta. Pero no puedo evitar sentirme abrumada frente al despliegue necesario para actos tan simples y maravillosos como comer. Los completos caseros pasaron a convertirse, finalmente, en un plato con salchichas, palta, tomate y mayonesa. Y desde hace casi un mes que, en lugar de comer sandwishes, los destripo. Es una verdadera carnicería de churrascos, queso, palta, tomate, papas fritas y mayonesa con ajo. Además del pan, por supuesto, que finalmente queda abandonado a su suerte la mayor parte del tiempo.
Y, al tener a estos férreos invitados hace apenas algunas semanas, aún queda un mundo de bocadillos que no he tenido la oportunidad de probar.No me he atrevido a un simple pan batido (o marraqueta, en casa lo llamamos de ambas formas indistintamente), pues temo que su corteza me lastime.
Y el futuro sólo se ve lúgubre. ¿Que va a pasar el día que quiera comer choclo con queso? ¿Que pasa con los wantanes? Siempre me gustaron los frutos secos, en especial si van acompañando quesos...¡Y las almendras lucen ahora tan amenazantes! Nunca fui aficionada a los caramelos, pero ¿Qué va a pasar cuando me ofrezcan mentitas?
Cuando el amable cirujano me comentó que quizás los primeros días fue necesario que sólo me alimentara de sopas, sentí un vacío gigante en el estómago. Una vez puestos uniformemente los trocitos de metal en mi boca, fui al cine. Compramos una gigantesca porción de palomitas de maiz...y comenzó el desastre. No sólo incomodaba, es que con horror comencé a notar que la parte de mi cerebro que suele festejar cada vez que hay comida esperando, estaba angustiada. Parecía confundida, como si no entendiera por qué comer ahora era menos disfrutable.
Durante estos días he aprendido a pensar en la comida como nunca antes: Sopesando delicadamente los requerimientos de cada bocado frente a esta nueva situación. He pasado de largo frente a carritos con maní confitado, empanadas de queso, chocolates y otras delicias. Y no importa lo que los gurús de la alimentación saludable digan...masticar 50 veces cada cucharada que me llevo a la boca no me hace sentir bien. Hay quien dice que para disfrutar la comida se debe saborear lentamente cada bocado. Pero para mi, o al menos, para mi yo de hace tres semanas atrás, cada ingesta obedece a un deseo profundo y verdadero. ¿O existe quien, en días de calor abrasador, entre al agua delicadamente "saboreando" la sensación de frescura? Por supuesto que existe quien haga eso, pero yo pertenezco al grupo para quienes llegar a la playa y empaparse de pies a cabeza son un sólo y único acto.
Pero los días avanzan, y con ello, tímidamente renacen las esperanzas. Quizás sólo es cuestión de costumbre. Las empanadas de queso, al menos, presentan aquella facilidad, aunque aún no concibo el comer un completo destripándolo en el plato. Pero soy optimista. Después de todo...ningún metal me alejaría ni demasiado tiempo, ni demasiado enserio de mi verdadero amor.
sábado, 20 de junio de 2015
Morrón para Manuel
En casa, cuando era niña, teníamos una férrea política familiar: Está en tu plato, te lo comes. No hay nada más que decir al respecto. Te lo servían, te lo comías, sin derecho a réplica. Claro que cada uno tenía derecho a renegar de un sólo platillo. En el caso de mi hermano, se vetó la crema de espárragos. Yo pedí olvidar por siempre las prietas.
Pero fuera de esas excepciones, todo tenía que ser devorado. Aunque, claro, esta ley se esfumaba si estábamos de visita en casa de los abuelos. Recuerdo a mi "mami", preparando el plato infantil por excelencia: Arroz, un churrasco, tomate, palta y mayonesa. Mi abuelo, por otra parte, siempre se preocupó de que jamás faltara Coca-cola en la mesa. Ahora no parece gran cosa, pero en mi casa las bebidas estaban reservadas para ocasiones especiales. No así donde mis tatas, donde cada capricho culinario era cumplido a cabalidad. Yo amaba comer lo que yo quisiera, y ellos eran felices de proveerlo, cada uno en su estilo: Mi nona disfrutaba tener a alguien que la eximiera de hacer preparaciones muy elaboradas y mi nono era un alma generosa siempre dispuesta a ofrecer chocolates y dulces mientras entregaba consejos para la vida. Una de las lecciones que me quedaron grabadas era el "comer todo lo que te haga bien". En su filosofía campesina, si algo "hace bien", tiene que gustarte, independientemente del sabor.
Pero claro, como el menú se hacía según mis preferencias, jamás tuvo Manuel la fea visión de su nieta regalona rechazando comida. Su papel de consejero era, pues, un éxito.
Probablemente mi nono es una de las personas que mayor influencia ha tenido en mi. Pero su imagen de abuelo bondadoso contrastaba con una chispa maliciosa que tenía en la mirada. Pregonaba el hacer caso a los padres, profesores y sacerdotes, pero rebosaba de orgullo ante cualquier muestra de astucia infantil. Aun recuerdo cuando me enseñó a jugar voley, y quebró la ventana del comedor mostrándome cómo dar pases. Mi abuela salió presurosa a averiguar qué producía tanto alboroto...y el buen Manuel, con expresión seria, le pidió que no me retara, porque, después de todo, los niños suelen romper cosas y un vidrio no era nada grave. Es más, para demostrarme que no había nadie enojado, el almuerzo sería elegido por mí y él ya luego él repararía mi error. No fue la primera vez que me inculpó de crímenes de ese tipo, pero mi silencio, sobra decirlo, estaba muy bien pagado.
Es así como,impulsada sus genes, creé las formas mas rebuscadas de no comer nada que no me gustara. No hay nada más horrible que el sabor de aquello que nos arruina el comer. No me considero malcriada, pero leche, pimientos, prietas, sopas y un par de minucias jamás tuvieron mi aprobación.
Era una niña obediente y tranquila la mayor parte del tiempo. Una coartada eficaz para evitar aquellos suplicios, recurriendo a todo lo que podía con tal de salirme con la mía. Intercambié platos de guisos y sopas con mi hermano por medio de súplicas, argumentos, amenazas, lisonjas y chantaje; inventé alergias a los pimientos, derramé bebida convenientemente sobre la tortilla de acelga, esperé descuidos para regresar platos enteros a su fuente de origen, y realicé todos los ardides que se me ocurrieron para evitar mancillar el sublime acto de comer con un mal sabor de boca.
Pero un incidente familiar cambió drásticamente la dinámica: Una hermana pequeña, revoltosa e inesperada llegó para voltearlo todo. En algún punto, mi madre abandonó el lema familiar. Comencé a notar que podía, cada vez con más soltura, evitar aquellos alimentos que no alegraban mi espíritu. Todo esto, gracias a la más pequeña de la casa, que suele monopolizar la vigilante mirada de mi madre durante las comidas.
Dejar comida en el plato es una fea costumbre, eso si lo sé. No hay nada rescatable en ello. Pero supongo que es un fiel reflejo de lo mala que soy enfrentando situaciones desagradables. Si evito a toda costa comer pimientos, también dilato hacer llamadas incómodas. Es decir, esquivaré todo aquello que deje un mal sabor, ya sea culinario o emocional.
¿Y mi abuelo? Seguramente vociferaría ante mi falta de carácter para enfrentar aquello que no me gusta. Pero sonreiría con los ojos ante la imagen de una niña repartiendo delicadamente la cantidad justa de leche en las tazas vacías de todos sus compañeritos, de manera que parezcan los restos que los demás niños dejaron. Y casi puedo escuchar sus carcajadas cuando pienso que, luego de deshacerme del desagradable líquido, le mostraba la taza a la profesora y le preguntaba si podía tomar un poco más.
Pero fuera de esas excepciones, todo tenía que ser devorado. Aunque, claro, esta ley se esfumaba si estábamos de visita en casa de los abuelos. Recuerdo a mi "mami", preparando el plato infantil por excelencia: Arroz, un churrasco, tomate, palta y mayonesa. Mi abuelo, por otra parte, siempre se preocupó de que jamás faltara Coca-cola en la mesa. Ahora no parece gran cosa, pero en mi casa las bebidas estaban reservadas para ocasiones especiales. No así donde mis tatas, donde cada capricho culinario era cumplido a cabalidad. Yo amaba comer lo que yo quisiera, y ellos eran felices de proveerlo, cada uno en su estilo: Mi nona disfrutaba tener a alguien que la eximiera de hacer preparaciones muy elaboradas y mi nono era un alma generosa siempre dispuesta a ofrecer chocolates y dulces mientras entregaba consejos para la vida. Una de las lecciones que me quedaron grabadas era el "comer todo lo que te haga bien". En su filosofía campesina, si algo "hace bien", tiene que gustarte, independientemente del sabor.
Pero claro, como el menú se hacía según mis preferencias, jamás tuvo Manuel la fea visión de su nieta regalona rechazando comida. Su papel de consejero era, pues, un éxito.
Probablemente mi nono es una de las personas que mayor influencia ha tenido en mi. Pero su imagen de abuelo bondadoso contrastaba con una chispa maliciosa que tenía en la mirada. Pregonaba el hacer caso a los padres, profesores y sacerdotes, pero rebosaba de orgullo ante cualquier muestra de astucia infantil. Aun recuerdo cuando me enseñó a jugar voley, y quebró la ventana del comedor mostrándome cómo dar pases. Mi abuela salió presurosa a averiguar qué producía tanto alboroto...y el buen Manuel, con expresión seria, le pidió que no me retara, porque, después de todo, los niños suelen romper cosas y un vidrio no era nada grave. Es más, para demostrarme que no había nadie enojado, el almuerzo sería elegido por mí y él ya luego él repararía mi error. No fue la primera vez que me inculpó de crímenes de ese tipo, pero mi silencio, sobra decirlo, estaba muy bien pagado.
Es así como,impulsada sus genes, creé las formas mas rebuscadas de no comer nada que no me gustara. No hay nada más horrible que el sabor de aquello que nos arruina el comer. No me considero malcriada, pero leche, pimientos, prietas, sopas y un par de minucias jamás tuvieron mi aprobación.
Era una niña obediente y tranquila la mayor parte del tiempo. Una coartada eficaz para evitar aquellos suplicios, recurriendo a todo lo que podía con tal de salirme con la mía. Intercambié platos de guisos y sopas con mi hermano por medio de súplicas, argumentos, amenazas, lisonjas y chantaje; inventé alergias a los pimientos, derramé bebida convenientemente sobre la tortilla de acelga, esperé descuidos para regresar platos enteros a su fuente de origen, y realicé todos los ardides que se me ocurrieron para evitar mancillar el sublime acto de comer con un mal sabor de boca.
Pero un incidente familiar cambió drásticamente la dinámica: Una hermana pequeña, revoltosa e inesperada llegó para voltearlo todo. En algún punto, mi madre abandonó el lema familiar. Comencé a notar que podía, cada vez con más soltura, evitar aquellos alimentos que no alegraban mi espíritu. Todo esto, gracias a la más pequeña de la casa, que suele monopolizar la vigilante mirada de mi madre durante las comidas.
Dejar comida en el plato es una fea costumbre, eso si lo sé. No hay nada rescatable en ello. Pero supongo que es un fiel reflejo de lo mala que soy enfrentando situaciones desagradables. Si evito a toda costa comer pimientos, también dilato hacer llamadas incómodas. Es decir, esquivaré todo aquello que deje un mal sabor, ya sea culinario o emocional.
¿Y mi abuelo? Seguramente vociferaría ante mi falta de carácter para enfrentar aquello que no me gusta. Pero sonreiría con los ojos ante la imagen de una niña repartiendo delicadamente la cantidad justa de leche en las tazas vacías de todos sus compañeritos, de manera que parezcan los restos que los demás niños dejaron. Y casi puedo escuchar sus carcajadas cuando pienso que, luego de deshacerme del desagradable líquido, le mostraba la taza a la profesora y le preguntaba si podía tomar un poco más.
miércoles, 10 de junio de 2015
Déjeme la jarra
Llevo un par de meses sin escribir, mientras nadaba en el mundo de la cesantía, el acabose existencial, entrevistas de trabajos, nuevas labores y un millar de cosas. Pero no dejé de comer, por supuesto.
Durante la temporada de zozobra emocional, puedo contar muy poco. ¿Qué hice durante esas dos semanas? No mucho. Recuerdo un vago intento por ordenar mi cuarto. Vi películas que ya puedo recitar de memoria, escena por escena. Fui a un par de clases, más por hacer algo que por una necesidad imperiosa de aprender. Y comí.
No comí nada memorable. De echo, no tenía ganas de comer. Primera señal inequívoca de que algo no anda bien. Por mi mente dejaron de pasar esas imágenes cotidianas de sushis, pollo con papas fritas, ensaladas de fruta, verduras salteadas, quesos variados, tartaletas, duraznos con crema, comida china, fetuccini alfredo, tostadas con palta, postres helados y todo el desfile de preparaciones que constantemente se aloja en mi cabeza.
Y por más que lo intentaba, no llegaban a mi. Como si cada una de mis papilas gustativas se negara a sentir algo más que apatía. La falta de antojos se considera un síntoma grave. En mi caso, alarmante.
Pero el agua pasó bajo el puente y antes de cumplir 10 días en lo que los españoles llaman "en paro", ya tenía un nuevo escritorio y un régimen horario bastante exótico. No cuento, claro, con los medios para satisfacer todos los irrefrenables llamados del estómago, pero los vaivenes emocionales han desaparecido.
Pero como la sabiduría augura, ninguna desgracia viene sola. Luego de cumplirse una semana de mi estado anímico vegetativo, uno de mis restaurantes favoritos, cercano a casa y económico, cerro intempestivamente. Dejaron las sillas, la televisión y los computadores intactos y hasta un par de boletas sobre el mesón. No supimos cuándo pasó. Sólo que ya no volverían.
Otro revés emocional. Un restaurant cerrado es un amigo que se marcha. Ha pasado más de un mes y ninguna explicación. ¿Dónde se fue la mesera que se acercaba sonriente y preguntaba si quería lo de siempre, que nos avisaba de las nuevas preparaciones, conocía mis salsas favoritas e incluso se quejaba de los otros clientes si estos no correspondían su simpatía? Quizás la última parte no era muy profesional, pero sus muecas siempre me hacían reir.
Además...¿Dónde están mis salsas de cilantro, maracuyá y olivo? La primera tenía un bonito color verde pistacho, que siempre me hacía pensar en un cuarto fresco y ordenado. La de maracuyá era semi transparente. Al comienzo no filtraban las pepitas, pero su dulzura acompañaba maravillosamente casi cualquier platillo. Y mi salsa de olivo tenía el gusto a uno de los frutos que mejor se dan en mi tierra, la aceituna, pero sin ser empalagosa.
Pese a que tengo la necesidad de probar cosas nuevas, también me gustan los rituales. Íbamos casi siempre a la misma hora. Y siempre tenían puesta la misma telenovela. Me llegué a encariñar con los personajes, aunque jamás conocí su destino, pues mi restaurant cerró dos semanas antes de que el amor triunfara sobre todo.
Y, cual amante despechada, me lancé a la búsqueda de nuevos locales de su tipo. Hay tres cerca de casa. Pero...no. No tienen salsa de cilantro, maracuyá ni olivo. El mesero no sonríe, las mesas están muy juntas, o casi nunca tienen pulpo entre las preparaciones. Dios, cómo extraño unos buenos cortes de pulpo.
Y así, el tiempo ha pasado. La cesantia dejó de ser un fantasma hace ya mucho, pero sigo sin un lugar para celebrar su retirada, que esté cerca de casa, sea económico y que tenga a una mesera confianzuda y encantadora.
Por eso a veces, voy a mi juguería de siempre, donde los meseros escriben tu pedido en láminas de vidrio, y pido una malteada de frutilla con plátano, o un plátano alegre. Y les pido que me dejen la jarra, porque hay muchos recuerdos por los cuales firmar.
Y así, el tiempo ha pasado. La cesantia dejó de ser un fantasma hace ya mucho, pero sigo sin un lugar para celebrar su retirada, que esté cerca de casa, sea económico y que tenga a una mesera confianzuda y encantadora.
Por eso a veces, voy a mi juguería de siempre, donde los meseros escriben tu pedido en láminas de vidrio, y pido una malteada de frutilla con plátano, o un plátano alegre. Y les pido que me dejen la jarra, porque hay muchos recuerdos por los cuales firmar.
miércoles, 8 de abril de 2015
La lechuga sin limón
Muchas cosas han pasado en este último tiempo. Entre ellos, una misteriosa dolencia en el brazo que me ha obligado a transformarme en una zurda honoraria, agradeciendo mi innata habilidad en ambas manos. Lo segundo y más notable, es que debido al azaroso sistema del trabajo a honorarios, hace un par de días fui la elegida por los dioses de los sobres azules.
Nada saco con rememorar el instante en el que te avisan que dejarás de formar parte de tu lugar de trabajo. Generalmente, no es grato. Pero no es ese instante el que llama mi atención. Son las horas posteriores.
Si un lunes, cerca de las 10 de la mañana, recibes el temido anuncio que vaticina un futuro laboral incierto a partir del próximo viernes, se te entrega, en teoría, 5 jornadas de lo más extrañas. Irás a la oficina, saludarás a tus compañeros, te reirás de sus chistes, revisarás correos, contestarás llamados y, en pocas palabras, continuarás tu rutina normal. Continúas con tus labores porque, técnicamente, sigues en ellas durante una semana más.
Sólo que no es una semana más. Al menos, las labores me saben extrañas. Pensaba, mientras disimuladamente buscaba las pocas pertenencias que tengo en mi escritorio, en algo que pudiera compararse con esta sensación tan indescriptible.
Entonces, al día siguiente, encontré la respuesta luego de una agradable conversación con una futura ex-compañera a la que le solicitaba unos diseños en un formato distinto al enviado. Acordamos el formato necesario, nos preguntamos sobre el fin de semana largo, intercambiamos recetas caseras para el resfriado y luego cada una retomó sus asuntos. Desde el minuto en el que colgué el teléfono y pasee mi vista por el escritorio, casi pude imaginarme un plato frente a mis ojos.
Redondo, pequeño, blanco y sin absolutamente ningún otro adorno que las lechugas que contenía. Todas de un color verde vivo, picadas meticulosamente en trozos finos. La ensalada, en mi visión, lucía inmaculada. Pero insípida. Sin tenerla físicamente a mi alcance, yo sabía que no tenía una pizca de sal. O limón. Ni vinagre, o un poco de ajo molido, mucho menos pimienta.
No tenía más que gusto a lechuga. Y siquiera podría decir que era una lechuga particularmente intensa en su sabor, pero no. Incluso, el tenedor del plato no tenía marcas destables o incluso recordables. El tenedor más genérico imaginable acompañaba a un perfecto plato de lechuga picada en una visión que tuve contemplando el escritorio más desolado del mundo.
Aunque tal lechuga sin limón, sal, ajo ni vinagre no existe, por supuesto. Pero eso no quita que el día del despido, al caer la noche, la recibiera con sushi y una tabla de quesos. Después de todo, que esté en mi cabeza no significa que no pueda quitarme el mal sabor.
Nada saco con rememorar el instante en el que te avisan que dejarás de formar parte de tu lugar de trabajo. Generalmente, no es grato. Pero no es ese instante el que llama mi atención. Son las horas posteriores.
Si un lunes, cerca de las 10 de la mañana, recibes el temido anuncio que vaticina un futuro laboral incierto a partir del próximo viernes, se te entrega, en teoría, 5 jornadas de lo más extrañas. Irás a la oficina, saludarás a tus compañeros, te reirás de sus chistes, revisarás correos, contestarás llamados y, en pocas palabras, continuarás tu rutina normal. Continúas con tus labores porque, técnicamente, sigues en ellas durante una semana más.
Sólo que no es una semana más. Al menos, las labores me saben extrañas. Pensaba, mientras disimuladamente buscaba las pocas pertenencias que tengo en mi escritorio, en algo que pudiera compararse con esta sensación tan indescriptible.
Entonces, al día siguiente, encontré la respuesta luego de una agradable conversación con una futura ex-compañera a la que le solicitaba unos diseños en un formato distinto al enviado. Acordamos el formato necesario, nos preguntamos sobre el fin de semana largo, intercambiamos recetas caseras para el resfriado y luego cada una retomó sus asuntos. Desde el minuto en el que colgué el teléfono y pasee mi vista por el escritorio, casi pude imaginarme un plato frente a mis ojos.
Redondo, pequeño, blanco y sin absolutamente ningún otro adorno que las lechugas que contenía. Todas de un color verde vivo, picadas meticulosamente en trozos finos. La ensalada, en mi visión, lucía inmaculada. Pero insípida. Sin tenerla físicamente a mi alcance, yo sabía que no tenía una pizca de sal. O limón. Ni vinagre, o un poco de ajo molido, mucho menos pimienta.
No tenía más que gusto a lechuga. Y siquiera podría decir que era una lechuga particularmente intensa en su sabor, pero no. Incluso, el tenedor del plato no tenía marcas destables o incluso recordables. El tenedor más genérico imaginable acompañaba a un perfecto plato de lechuga picada en una visión que tuve contemplando el escritorio más desolado del mundo.
Aunque tal lechuga sin limón, sal, ajo ni vinagre no existe, por supuesto. Pero eso no quita que el día del despido, al caer la noche, la recibiera con sushi y una tabla de quesos. Después de todo, que esté en mi cabeza no significa que no pueda quitarme el mal sabor.
martes, 17 de marzo de 2015
Todo lo bueno puede ser peor.
Voy a partir por lo siguiente: Soy de esas personas que comen sushi. Mucho. Probablemente en el camino destruí irrespetuosamente siglos de historia asiática, porque los como como si fueran dulces. y con ingredientes que muy poco tienen que ver con este platillo tradicional. Declarándome culpable, y entendiendo que, sumado a todo lo anterior, el gusto por estas piezas de arroz con variados acompañamientos suele asociarse con el arribismo y la cultura del "yo lo como/hago/veo porque es muy refinado", mantengo firme mi postura y filosofía: Si sabe rico, hay que comerlo, saborearlo, degustarlo y tenerlo cerca, aunque eso signifique colgarse etiquetas presta
das.
Hace un par de días, dejé mi amada y pequeñita ciudad costera para dirigirme a la capital. En un arrebato gastronómico, extrañé la mezcla de arroz agrio con verduras y productos del mar. La metrópolis me sedujo con rapidez, y camino al que sería mi hogar por las próximas 72 horas, vi muchos pequeños locales dedicados a esta pequeña delicia.
Al segundo día, luego de anochecer, me pareció el momento idóneo para satisfacer mis caprichosos antojos. Claro que para todos quienes venimos de una pequeña ciudad, la jungla de cemento puede ser intimidante. El cansancio y las recomendaciones de no alejarme mucho de la casa de huéspedes durante la noche me empujaron a un patio de comidas. Entonces, se libró en mi interior una lucha encarnecida: Mientras mis antojos de sushi seguían creciendo, una voz débil susurró una inaudible señal de advertencia. Supongo que luego de tantos años de ser ignorada, la vocecilla, además de baja, es bastante desganada.
Una cadena ofrecía el delicado manjar. La amable dependienta me recomendó el menú para lobos solitarios. Accedí, tomé asiento y espere, saboreando de antemano mi platillo. Ajena estaba al terror que preparaban para mí tras la barra. Si presto atención al recuerdo, incluso me parece escuchar la banda sonora de Tiburón.
Al ser la única cliente del local, una seña bastó para que dejara mi animada conversación telefónica. La bandeja, de intenso color amarillo, ofrecía, además, servicio delivery. Tomé los palitos que tanto me costó aprender a utilizar, y ataqué una pequeña empanada de aspecto tirante y brilloso. La gyosa no me bastó como señal de advertencia, y vaya que lo intentó. La masa semifría y chiclosa, el relleno demasiado caliente y un mar de aceite entraron presurosos a mi boca. Probé entonces con los pequeños rollitos. Demasiado grandes, más cuadrados que redondos y sin alma. Pero los probé. Cerré los ojos, un temblor involuntario recorrió mi cuello y saqué la lengua. Mi cerebro estaba confuso, asombrado...desamparado. "¿¡Pero si el sushi es delicioso y siempre nos gusta...por qué es desagradable?! ¡Esto es malo y el sushi el rico!" le oí murmurar pasmado.
Pero cada bocado sabía a decepción. Se supone que era rico. Un platillo delicioso, simpático de comer, variado, liviano...pero no. Quería que se terminaran. Quería dejar de comer, levantarme y alejarme rápidamente de la bandeja amarilla que, cruelmente, me demostró que un alimento puede ser, a la vez, insípido y demasiado salado. Porque eso era. Insípido y demasiado salado.
Casi en modo automático terminé mi cena. Estaba perpleja. Caminé, desamparada, hacia el supermercado, mientras intentaba procesar el terror vivido.
Cuando tomé conciencia de mi entorno, estaba en la sección de postres. Tomé un Chandelle de chocolate, una pannacota de frutos rojos y un 1+1 de chococrispis. El aire seco de Santiago me anunció la salida.
Llegué a la hostal y comencé a comer los postres con avidez. Tenía muchos recuerdos que borrar.
das.
Hace un par de días, dejé mi amada y pequeñita ciudad costera para dirigirme a la capital. En un arrebato gastronómico, extrañé la mezcla de arroz agrio con verduras y productos del mar. La metrópolis me sedujo con rapidez, y camino al que sería mi hogar por las próximas 72 horas, vi muchos pequeños locales dedicados a esta pequeña delicia.
Al segundo día, luego de anochecer, me pareció el momento idóneo para satisfacer mis caprichosos antojos. Claro que para todos quienes venimos de una pequeña ciudad, la jungla de cemento puede ser intimidante. El cansancio y las recomendaciones de no alejarme mucho de la casa de huéspedes durante la noche me empujaron a un patio de comidas. Entonces, se libró en mi interior una lucha encarnecida: Mientras mis antojos de sushi seguían creciendo, una voz débil susurró una inaudible señal de advertencia. Supongo que luego de tantos años de ser ignorada, la vocecilla, además de baja, es bastante desganada.
Una cadena ofrecía el delicado manjar. La amable dependienta me recomendó el menú para lobos solitarios. Accedí, tomé asiento y espere, saboreando de antemano mi platillo. Ajena estaba al terror que preparaban para mí tras la barra. Si presto atención al recuerdo, incluso me parece escuchar la banda sonora de Tiburón.
Al ser la única cliente del local, una seña bastó para que dejara mi animada conversación telefónica. La bandeja, de intenso color amarillo, ofrecía, además, servicio delivery. Tomé los palitos que tanto me costó aprender a utilizar, y ataqué una pequeña empanada de aspecto tirante y brilloso. La gyosa no me bastó como señal de advertencia, y vaya que lo intentó. La masa semifría y chiclosa, el relleno demasiado caliente y un mar de aceite entraron presurosos a mi boca. Probé entonces con los pequeños rollitos. Demasiado grandes, más cuadrados que redondos y sin alma. Pero los probé. Cerré los ojos, un temblor involuntario recorrió mi cuello y saqué la lengua. Mi cerebro estaba confuso, asombrado...desamparado. "¿¡Pero si el sushi es delicioso y siempre nos gusta...por qué es desagradable?! ¡Esto es malo y el sushi el rico!" le oí murmurar pasmado.
Pero cada bocado sabía a decepción. Se supone que era rico. Un platillo delicioso, simpático de comer, variado, liviano...pero no. Quería que se terminaran. Quería dejar de comer, levantarme y alejarme rápidamente de la bandeja amarilla que, cruelmente, me demostró que un alimento puede ser, a la vez, insípido y demasiado salado. Porque eso era. Insípido y demasiado salado.
Casi en modo automático terminé mi cena. Estaba perpleja. Caminé, desamparada, hacia el supermercado, mientras intentaba procesar el terror vivido.
Cuando tomé conciencia de mi entorno, estaba en la sección de postres. Tomé un Chandelle de chocolate, una pannacota de frutos rojos y un 1+1 de chococrispis. El aire seco de Santiago me anunció la salida.
Llegué a la hostal y comencé a comer los postres con avidez. Tenía muchos recuerdos que borrar.
lunes, 2 de febrero de 2015
Cazuela: Volver a la caverna de Platón
Seré muy franca: Ya me resigné a las caras de incredulidad cuando confieso -casi siempre en voz baja y mirando al piso- que no me gusta la cazuela, ese plato estandarte de la comida chilena, que parece concentrar en un plato de fondo con esa mezcla aguada y colorida, lustros de tradición hogareña. (Le dedicaré un texto completo en alguna oportunidad, nada demasiado amable. Evidentemente, la detesto).
Pero el odio verdadero siempre traerá consigo daños colaterales. Y yo concluí en mis primeros años que, si odiaba la cazuela, todo caldo, sopa o preparación que recordara mínimamente a mi archienemiga culinaria debía compartir aquel sentimiento. Incluso, los guisos se vieron alcanzados. ¿Qué es eso de arruinar algo tan maravilloso como las verduras poniéndoles agua caliente encima? ¿Por qué el tomate y la zanahoria tenían que perder esa alegría de vivir, para ser convertidas en una masa aplastada, casi siempre de un feo color, y que además poco ayudaba a soportar las temperaturas de 26°C que tenemos en pleno otoño? ¿Es absolutamente necesario, además, seguir con la absurda tradición de comida aguada en verano? Un largo día en el colegio, usando un uniforme color beterraga,¿No era acaso bastante castigo como para llegar a casa y notar que en tu puesto una maliciosa cuchara te miraba, socarrona, a la hora del almuerzo?
Mi rostro, incapaz de desimular los amargos sentimientos que me embargaban, jamás ocultó mi desdén ante tales preparaciones. Y parecía ser la única de nuestra alegre familia que no había caído en las garras de la tradición. Yo había abandonado la cueva de Platón de los alimentos acuosos a la tierna edad de 5 años, dejando a mi familia atrás, sumidos en un mar de fideos que perdieron todo el derecho de revolcarse alegremente con la salsa, y cuyo destino era languidecer patéticamente en un mar con poca sal y restos de otros infortunados ingredientes.
Era entonces que siempre acudía a mi cabeza la imagen de Mafalda, protagonista de las tiras cómicas que leía en busca de mi personaje favorito, Miguelito. La niña de pelo esponjoso no representaba para mi otra cosa que una distracción en las aventuras de mi héroe, aunque nos unía el desprecio por la insípida mezcla. Aunque, claro, mis protestas eran rápidamente anuladas por la mirada de advertencia de mi progenitora, e invariablemente, la sopa era consumida con una pobremente disimulada mueca.
Curiosamente, en medio de este desaire provocado por este intocable alimento, siempre fui una gran aficionada a las cremas. La mezcla de crema de leche con espárragos, choclos, tomate, champiñones, lentejas y cualquier otro elemento siempre me pareció increíble. La gloria era, y sigue siendo, máxima si a su espesa textura se le agrega pan frito. A mis 26 años, y gracias a los caminos que he elegido andar, he desarrollado la tesis de que casi cualquier cosa puede mejorar si se le agrega crema o mantequilla. Debí notarlo entonces, cuando me brillaban los ojos ante una porción de crema de espárragos. Lo sé ahora.
Entonces, hace no demasiado tiempo, me sorprendí un día cualquiera, pero memorable, con deseos de tener un calor en mi interior. En medio de terribles resfriados, me parecía que una trillada sopa de pollo podía ser reparadora. Comencé a sentir una punzada de envidia cada vez que madre preparaba para ella y mis hermanos una humilde sopa para la noche, marginándome de la preparación aduciendo que, si durante toda la vida me escapé de la comida caliente y hogareña, no había razón para incluirme en el festín. Incluso, sentía como una traición a mí misma el imaginarme comprando un tazón especial para aquellos brebajes, con asas a los costados y preferentemente de un color vistoso.
Y pese a los esfuerzos para negarme ante esta nueva verdad, un día me descubrí eufórica tras probar una velouté de pollo, cremosa, con crutones, maravillosa. Si pensé, por un momento, que podía mantener la esperanza escapar de todo aquello, esta se esfumó cuando me vi de pie frente a una enorme olla que en su interior contenía agua, especias, huesos de pollo y burdos restos de verduras, obteniendo subrepticiamente pequeños timbales llenos del aromático y seductor líquido, teniendo como aliado a un amigo oriundo de la zona sur, fanático de todo lo que le recordara el frío de su tierra. Entonces me rendí ante lo impensable.Yo quería tomar sopa en la noche, cuando el calor desaparece. La quería si estaba enferma, y rogando mi propio perdón, la quería si corría mucho viento y tenía las manos heladas. Yo misma había regresado a la caverna.
Probé entonces un día sentir el aroma de la maltratada cazuela, pensando que quizás encontraría en ella lo que comenzaba a descubrir en otros caldos. Destapé la olla con cuidado y acerqué mi nariz, tan parecida a la de mi padre. Cerré el cazo de inmediato, torciendo la boca en un gesto de disgusto. Insípida, aguada, de feo color, con patéticos fideos flotando en las turbias aguas. Despreciable como siempre. Entonces supe que había vuelto a la caverna, pero que jamás me puse cadenas para asegurarme de no volver a salir.
Pero el odio verdadero siempre traerá consigo daños colaterales. Y yo concluí en mis primeros años que, si odiaba la cazuela, todo caldo, sopa o preparación que recordara mínimamente a mi archienemiga culinaria debía compartir aquel sentimiento. Incluso, los guisos se vieron alcanzados. ¿Qué es eso de arruinar algo tan maravilloso como las verduras poniéndoles agua caliente encima? ¿Por qué el tomate y la zanahoria tenían que perder esa alegría de vivir, para ser convertidas en una masa aplastada, casi siempre de un feo color, y que además poco ayudaba a soportar las temperaturas de 26°C que tenemos en pleno otoño? ¿Es absolutamente necesario, además, seguir con la absurda tradición de comida aguada en verano? Un largo día en el colegio, usando un uniforme color beterraga,¿No era acaso bastante castigo como para llegar a casa y notar que en tu puesto una maliciosa cuchara te miraba, socarrona, a la hora del almuerzo?
Mi rostro, incapaz de desimular los amargos sentimientos que me embargaban, jamás ocultó mi desdén ante tales preparaciones. Y parecía ser la única de nuestra alegre familia que no había caído en las garras de la tradición. Yo había abandonado la cueva de Platón de los alimentos acuosos a la tierna edad de 5 años, dejando a mi familia atrás, sumidos en un mar de fideos que perdieron todo el derecho de revolcarse alegremente con la salsa, y cuyo destino era languidecer patéticamente en un mar con poca sal y restos de otros infortunados ingredientes.
Era entonces que siempre acudía a mi cabeza la imagen de Mafalda, protagonista de las tiras cómicas que leía en busca de mi personaje favorito, Miguelito. La niña de pelo esponjoso no representaba para mi otra cosa que una distracción en las aventuras de mi héroe, aunque nos unía el desprecio por la insípida mezcla. Aunque, claro, mis protestas eran rápidamente anuladas por la mirada de advertencia de mi progenitora, e invariablemente, la sopa era consumida con una pobremente disimulada mueca.
Curiosamente, en medio de este desaire provocado por este intocable alimento, siempre fui una gran aficionada a las cremas. La mezcla de crema de leche con espárragos, choclos, tomate, champiñones, lentejas y cualquier otro elemento siempre me pareció increíble. La gloria era, y sigue siendo, máxima si a su espesa textura se le agrega pan frito. A mis 26 años, y gracias a los caminos que he elegido andar, he desarrollado la tesis de que casi cualquier cosa puede mejorar si se le agrega crema o mantequilla. Debí notarlo entonces, cuando me brillaban los ojos ante una porción de crema de espárragos. Lo sé ahora.
Entonces, hace no demasiado tiempo, me sorprendí un día cualquiera, pero memorable, con deseos de tener un calor en mi interior. En medio de terribles resfriados, me parecía que una trillada sopa de pollo podía ser reparadora. Comencé a sentir una punzada de envidia cada vez que madre preparaba para ella y mis hermanos una humilde sopa para la noche, marginándome de la preparación aduciendo que, si durante toda la vida me escapé de la comida caliente y hogareña, no había razón para incluirme en el festín. Incluso, sentía como una traición a mí misma el imaginarme comprando un tazón especial para aquellos brebajes, con asas a los costados y preferentemente de un color vistoso.
Y pese a los esfuerzos para negarme ante esta nueva verdad, un día me descubrí eufórica tras probar una velouté de pollo, cremosa, con crutones, maravillosa. Si pensé, por un momento, que podía mantener la esperanza escapar de todo aquello, esta se esfumó cuando me vi de pie frente a una enorme olla que en su interior contenía agua, especias, huesos de pollo y burdos restos de verduras, obteniendo subrepticiamente pequeños timbales llenos del aromático y seductor líquido, teniendo como aliado a un amigo oriundo de la zona sur, fanático de todo lo que le recordara el frío de su tierra. Entonces me rendí ante lo impensable.Yo quería tomar sopa en la noche, cuando el calor desaparece. La quería si estaba enferma, y rogando mi propio perdón, la quería si corría mucho viento y tenía las manos heladas. Yo misma había regresado a la caverna.
Probé entonces un día sentir el aroma de la maltratada cazuela, pensando que quizás encontraría en ella lo que comenzaba a descubrir en otros caldos. Destapé la olla con cuidado y acerqué mi nariz, tan parecida a la de mi padre. Cerré el cazo de inmediato, torciendo la boca en un gesto de disgusto. Insípida, aguada, de feo color, con patéticos fideos flotando en las turbias aguas. Despreciable como siempre. Entonces supe que había vuelto a la caverna, pero que jamás me puse cadenas para asegurarme de no volver a salir.
martes, 27 de enero de 2015
Mamá, papá...tengo algo que decirles
Mamá, papá...tengo algo que decirles. Sé que un blog no es quizás la mejor manera. Existen muchas formas de ser sincero, pero yo he optado por la más cobarde. Pero no puede ser de otra manera. Lo he callado demasiado tiempo. Lo he ocultado, aún cuando quisiera gritarlo.
Me ocurre desde hace tiempo. No sé cómo inició todo. Tal vez en el colegio, mientras intentaba prestar atención en clases, enfundada en ese horrible uniforme color beterraga. Tal vez en la universidad, cuando me salpiqué de todos los colores, también horriblemente.
Mamá, papá...sé que no es lo que quisieran para mí. Que puede ser decepcionante, pero es algo que intento ocultar y no siempre lo logro. Es difícil. A veces incluso las fotografías me delatan. Y yo pruebo truco tras truco, buscando por aquí y por allá formas de disimularlo. Pero es más fuerte que yo.
Quisiera que supieran qué día tras día, estoy bombardeada por todos los flancos. Que la sociedad me grita que sea diferente. Que me esconda, me agazape, que disimule lo que me ocurre. Cada anuncio, cada programa, cada fotografía intenta forzarme a ser como ellos. Yo no puedo.Tal vez nací mal. Quizás soy un error.
Les juro que intentaré cambiar. Cada año me lo propongo, con tal de cumplir como hija, como hermana mayor, como novia, como estudiante, periodista, amiga, mujer, ser humano...pero es una carga muy pesada. Cuando cae la noche, me encuentra pensando cómo mejorar, como sacarme esto tan grande que me inunda y no me deja ser como el mundo dicta que sea.
Mamá, papá...tengo celulitis. Por favor, perdónenme. Pero si me aman, sé que al final me aceptarán como soy.
Me ocurre desde hace tiempo. No sé cómo inició todo. Tal vez en el colegio, mientras intentaba prestar atención en clases, enfundada en ese horrible uniforme color beterraga. Tal vez en la universidad, cuando me salpiqué de todos los colores, también horriblemente.
Mamá, papá...sé que no es lo que quisieran para mí. Que puede ser decepcionante, pero es algo que intento ocultar y no siempre lo logro. Es difícil. A veces incluso las fotografías me delatan. Y yo pruebo truco tras truco, buscando por aquí y por allá formas de disimularlo. Pero es más fuerte que yo.
Quisiera que supieran qué día tras día, estoy bombardeada por todos los flancos. Que la sociedad me grita que sea diferente. Que me esconda, me agazape, que disimule lo que me ocurre. Cada anuncio, cada programa, cada fotografía intenta forzarme a ser como ellos. Yo no puedo.Tal vez nací mal. Quizás soy un error.
Les juro que intentaré cambiar. Cada año me lo propongo, con tal de cumplir como hija, como hermana mayor, como novia, como estudiante, periodista, amiga, mujer, ser humano...pero es una carga muy pesada. Cuando cae la noche, me encuentra pensando cómo mejorar, como sacarme esto tan grande que me inunda y no me deja ser como el mundo dicta que sea.
Mamá, papá...tengo celulitis. Por favor, perdónenme. Pero si me aman, sé que al final me aceptarán como soy.
viernes, 23 de enero de 2015
Llevar la identidad atravesada
Sépase que vivo en una ciudad con aires de pueblito pequeño, donde todos se conocen y el calor suele ser, al menos para mi, infernal. Habito, además, en un país en el que, honestamente, la comida no se considera de exportación, contrario a los vinos, que corren por un carril aparte. Y la fruta, que es otro carril, aún más lejano. Recordemos que a un costado tenemos a ese Goliat de la gastronomía, Perú. En fin: pueblo costero con aires de Macondo, un clima envidiable -si tienes la posibilidad de pasarte en la playa todo el día- y la sensación de que, al final del día, el país no se preocupa mucho por la tierra que te vio nacer.
No digo que yo lo sienta así, pero me imagino que es lo que sueles pensar si tus compatriotas más cercanos te quedan a 4 horas de viaje, mientras que el país vecino requiere, como mucho, 40 minutos en auto. Finalmente, todos estos factores desembocan en un fanatismo enceguecido por la ciudad en la que naciste. Rescatamos todo lo que tenga gusto a gloria, a reconocimiento. Que la batalla más corta del mundo, que las momias más antiguas del mundo, el desierto más seco, que Eiffel vino personalmente a ponernos una catedral y un montón de edificios, el lago a mayor altura, que todos, TODOS nos sabemos el himno local...todo sirve para ganar medallas.
Y en esa vorágine de identidad, un invento humilde se convierte en estandarte. Que si yo digo una masita dulce que en su interior lleva queso y salchichas, atravesada por un palito de madera, no suena comprensible. Si yo digo yogui, quizás suene algo más comercial. No dejaré volar mi imaginación explicando al lector la historia de este baluarte de nuestra pequeña ciudad, una de las pocas que todavía no tiene un mall, detalle nimio para muchos, desgarro de ropajes para otros. Los carritos con yoguis simplemente están. Por menos de un dólar se consiguen en casi cualquier calle.
A veces sofisiticados, con pulpo en lugar de salchichas. Exóticos, con la acidez de la piña revolcándose coqueta entre el queso y su más tradicional compañera. Patriotas, con merkén decorando su masa. Hay miles de combinaciones. Todas hablan de las ganas de mostrarse y estar.
Recuerdo que, hace ya varios años, una blasfema mostró un invento similar en la capital del país. contó que la única vez que vio algo parecido fue en nuestra tierra. Sin ningún miramiento, describió una mezcla tan horrible, que tuvo arcadas y la arrojó a un basurero a la mínima oportunidad. Mientras una revista de papel couché alababa su emprendimiento, miles de voces aullaron heridas por el atrevimiento. "¿Qué se cree esta niña? ¿Que sabe de nosotros, de nuestras tradiciones? ¿Por qué cree que sabe de lo que está hablando? No tiene nada, ¡nada!", clamaron al unísono.
A veces salgo de la oficina, y tras pocos pasos, me encuentro uno de estos carritos. Son pequeños, todos tienen la misma máquina. Algunos te preguntan si quieres conservar el excedente de la masa cocida, que puede aumentar considerablemente la superficie del producto, mas no su volumen. Siempre lo acepto.
Me subí a la micro, y le di entusiastas mordidas. La masa, aunque aceitosa en esa oportunidad, regaló sutilmente su dulzura. Los dos trozos de salchicha, mustiamente se envolvían en algo de queso. He probado mejores, claro. Pero cuando parta, sé que atesoraré el sabor del último yogui que probé, sin ningún miramiento. Porque ya lo he vivido: Cuando Goliat me tuvo en su seno, durante largos y agradables meses, probé todas las delicias que tenía para ofrecer. Pero cuando la nostalgia invadía, ni sus mejores manjares podían igualar al más humilde de los míos.
No digo que yo lo sienta así, pero me imagino que es lo que sueles pensar si tus compatriotas más cercanos te quedan a 4 horas de viaje, mientras que el país vecino requiere, como mucho, 40 minutos en auto. Finalmente, todos estos factores desembocan en un fanatismo enceguecido por la ciudad en la que naciste. Rescatamos todo lo que tenga gusto a gloria, a reconocimiento. Que la batalla más corta del mundo, que las momias más antiguas del mundo, el desierto más seco, que Eiffel vino personalmente a ponernos una catedral y un montón de edificios, el lago a mayor altura, que todos, TODOS nos sabemos el himno local...todo sirve para ganar medallas.
Y en esa vorágine de identidad, un invento humilde se convierte en estandarte. Que si yo digo una masita dulce que en su interior lleva queso y salchichas, atravesada por un palito de madera, no suena comprensible. Si yo digo yogui, quizás suene algo más comercial. No dejaré volar mi imaginación explicando al lector la historia de este baluarte de nuestra pequeña ciudad, una de las pocas que todavía no tiene un mall, detalle nimio para muchos, desgarro de ropajes para otros. Los carritos con yoguis simplemente están. Por menos de un dólar se consiguen en casi cualquier calle.
A veces sofisiticados, con pulpo en lugar de salchichas. Exóticos, con la acidez de la piña revolcándose coqueta entre el queso y su más tradicional compañera. Patriotas, con merkén decorando su masa. Hay miles de combinaciones. Todas hablan de las ganas de mostrarse y estar.
Recuerdo que, hace ya varios años, una blasfema mostró un invento similar en la capital del país. contó que la única vez que vio algo parecido fue en nuestra tierra. Sin ningún miramiento, describió una mezcla tan horrible, que tuvo arcadas y la arrojó a un basurero a la mínima oportunidad. Mientras una revista de papel couché alababa su emprendimiento, miles de voces aullaron heridas por el atrevimiento. "¿Qué se cree esta niña? ¿Que sabe de nosotros, de nuestras tradiciones? ¿Por qué cree que sabe de lo que está hablando? No tiene nada, ¡nada!", clamaron al unísono.
A veces salgo de la oficina, y tras pocos pasos, me encuentro uno de estos carritos. Son pequeños, todos tienen la misma máquina. Algunos te preguntan si quieres conservar el excedente de la masa cocida, que puede aumentar considerablemente la superficie del producto, mas no su volumen. Siempre lo acepto.
Me subí a la micro, y le di entusiastas mordidas. La masa, aunque aceitosa en esa oportunidad, regaló sutilmente su dulzura. Los dos trozos de salchicha, mustiamente se envolvían en algo de queso. He probado mejores, claro. Pero cuando parta, sé que atesoraré el sabor del último yogui que probé, sin ningún miramiento. Porque ya lo he vivido: Cuando Goliat me tuvo en su seno, durante largos y agradables meses, probé todas las delicias que tenía para ofrecer. Pero cuando la nostalgia invadía, ni sus mejores manjares podían igualar al más humilde de los míos.
miércoles, 14 de enero de 2015
Un zorro muy astuto y unos choclos deliciosos
Este cuento no pasó hace mucho tiempo y
menos en un reino muy lejano. Fue el martes de la semana pasada. Y el reino
tampoco queda muy lejos, sino en un pueblo de la región del Bio Bio, llamado
Yumbel. Y por supuesto, no tiene príncipes, reyes ni brujas. Pero tiene
un zorro, una alpaca y una gatita y unos choclos deliciosos.
La historia partió hace varias semanas,
cuando un zorro astuto, aventurero y muy malo para las matemáticas llegó hasta
el pueblito. Su intención era quedarse algunos días, pasear por el campo, nadar
por el río y comerse una que otra gallina despistada. Las gallinas no eran su
prioridad, pero ningún zorro que se respete dejaría pasar una oportunidad como
esa. Y este zorro se respetaba mucho.
Los días para el zorro fueron muy
tranquilos. El clima era agradable, porque aún quedaban restos del verano en el
cielo. Se bañó en el río, jugó a perseguir abejas y pudo visitar ir al Salto
del Laja, donde asustó a algunos peces, pero no se comió ninguno. Encontró una
chupalla olvidada y decidió llevársela como un recuerdo de los días tan bonitos
que vivió en ese lugar.
Incluso pudo ver algunas personas,
pero su abuelito, que también era astuto, aventurero y malo para las
matemáticas, le advirtió que era mejor no acercarse mucho. “Las personas son
muy extrañas. Hacen cosas que no tienen explicación para nosotros. Trata de no
acercarte mucho cuando las veas, porque algunas son muy buenas, pero otras
hacen cosas terribles con los zorritos que se muestran ante ellos”, le dijo más
de una vez. Luego contaba historias verdaderamente terroríficas sobre personas
que se vestían con pieles de otros animales. El zorro trataba de no pensar
mucho en eso. Después de todo, se puede ser aventurero sin tener que acordarse
a cada rato de las historias de terror.
El zorro ya estaba preparando su
partida. Los días en Yumbel le gustaron mucho, pero ya tenía que irse a su
pueblo. No sabía por cuánto tiempo había estado en ese lugar (no sabía porque
era muy malo para las matemáticas, así que no contaba cuanto tiempo se quedaba
en los lugares que visitaba). Salió del lugar llevándose la chupalla y unas
uvas para el camino que sacó de una feria.
El camino sería largo, y el zorro supo que
le daría mucha hambre. Las uvas le gustaban mucho, pero necesitaba algo más
para que se mantuviera fuerte. Se sintió un poco triste, porque no llevaba
gallinas para el viaje. Entonces decidió sentarse un momento a pensar cómo
podía solucionar su problema. Pensó y pensó tanto que se quedó dormido al lado
del camino.
Se despertó cuando escuchó la voz más
bonita que podía existir en el mundo. Alguien iba conversando tranquilamente.
Como soñando, porque le costaba mucho despertarse del todo, vio una criatura
fantástica acercarse. Era mucho más grande que él, blanca y esponjosa como una
nube. Tenía un bolsito cuadrado y colorido a un costado y caminaba lenta y
elegantemente.
El zorro no lo podía creer. Nunca había
visto a una criatura así. Y eso que él era muy astuto y muy aventurero. También
era muy malo para las matemáticas, pero eso no le servía para explicar qué era
esa criatura tan bonita y tan extraña. ¿Por qué era esponjosa como una nube? ¿Y
qué tenía en ese bolso tan colorido y pequeño, con pompones alrededor?
¿Era un caballo despistado? Además, ¿Por qué iría con una gatita a su espalda y
le conversaría sobre choclos?
¿Choclos? Volvió a preguntarse el zorro.
Se dio cuenta de que la criatura esponjosa estaba hablándole a la gatita sobre
comida. Y él se moría de hambre. “Tal vez el bolso de colores tenga comida.
Esperaré a que se duerman, le sacaré un poquito de choclos y me iré sin que se
den cuenta”, se dijo el zorro.
Claro que le daba un poco de miedo que
la extraña criatura escupiera fuego, o tal vez que comiera zorros. Quizás fuera
un fantasma amigo de los gatos. Eso lo tranquilizó un poco, porque los zorros y
los gatos son muy buenos amigos, aunque muy poca gente lo sabe.
Las siguió hasta que se hizo de noche.
No se atrevía acercarse mucho y no podía escuchar de qué conversaban. Esperó,
con mucha paciencia, a que se quedaran dormidas. Apenas vio su oportunidad, en
completo silencio, se acercó hasta el bolso pequeño y colorido. “Sólo un
poquito de comida. Luego podré visitar otro pueblo. Si me muevo despacio, no se
despertarán. Me marcharé tan rápido que no se darán cuenta de lo que pasó. Y
les sacaré muy poquita comida. Y cuando por fin llegue a casa, le contaré a mi
abuelo cómo le saqué algunos choclos a un animal que parecía nube. ¡Ja!, una
nube. Es muy gracioso”, pensaba, mientras se reía para sus adentros. O al menos
eso pensó, porque se rió de verdad y no precisamente despacio.
La gatita, blanca con negro y con una
campanita rosada en el cuello lo miró perpleja. El zorro la miró también. La
criatura esponjosa despertó y miró al zorro. Pasaban y pasaban los minutos y
nadie decía nada. El zorro se preguntó si el animal esponjoso y de voz dulce
escupiría fuego.
El animal abrió la boca. El zorro se
tapó la cara con sus patitas delanteras. Estaba preparado para lo peor. Y
entonces ocurrió. La voz más bonita que había escuchado en su vida comenzó a
sonar.
“Es algo muy poco amable de tu parte el
querer sacarme hojitas de coca mientas que Mery y yo estamos durmiendo. Si
quisieras algunas, sólo tendrías que pedirlas. Y además de ser muy poco amable,
te ríes muy fuerte. Dime zorrito, ¿Por qué harías algo así?”, le preguntó.
De pronto, al zorro le dio mucha pena.
No estaba muy seguro si estaba triste porque tenía hambre, porque lo habían
descubierto a punto de robar algo para comer o si en realidad se sentía mal
porque el animal esponjoso había sido tan amable, incluso a pesar de que
intentó sacar algunas cosas de su bolsito.
Quiso disculparse, pero pensó que no
sería muy educado tratar a la criatura como fantasma esponjoso. Así que
simplemente la miró con mucha pena.
La gatita blanca con negro se acercó y
dulcemente tocó al zorro con su patita. Ronroneó un poco, se estiró y se
acomodó a su lado, cerrando los ojos. El zorro se sintió mucho mejor.
“Si Mery piensa que eres un buen zorro,
aunque hayas tratado de quitarme mis hojitas de coca, entonces tal vez no seas
peligroso. Pero cuéntame. ¿Las quieres porque te duele la guatita?”, preguntó
el fantasma esponjoso que, por lo visto, no escupía fuego.
El zorro, además de tener la guatita
apretada por los nervios y que le rugía de hambre, no sentía ningún dolor. Así
que, muy tímidamente, contestó. Explicó, muy avergonzado, que tenía mucha
hambre y que quería sacar algunos choclos. Poquitos, como para poder comer
durante el camino. Pero que le daba miedo pedírselos. “Eres un animal muy
grande, como una nube esponjosa. Pero quizás te enojes y me escupas fuego… ¿Tu
escupes fuego?”, preguntó finalmente el astuto zorro, reuniendo todo su valor.
El fantasma esponjoso y la gatita
llamada Mery se rieron un buen rato. “Soy una alpaca, vengo del norte. Y te
aseguro que no escupo fuego, pequeño zorrito. Si tienes hambre, te propongo un
trato. Ayúdanos a cocinar y podrás comer unas deliciosas humitas, ¿te parece?”,
preguntó la alpaca, eliminando el poquito de susto que le quedaba aún al
travieso zorro, que aceptó ayudar muy contento. Siempre y cuando no tuviera que
contar mucho. Ni sumar, restar, multiplicar o dividir. Era muy malo para las
matemáticas.
Lo primero que le encargó la alpaca era
que sacara las hojas de los choclos, con mucho cuidado y sin romperlas. El
zorro lo hizo muy entusiasmado. La verdad es que le encantaban las humitas,
aunque sólo las había probado una vez, cuando su tía Jimenita llevó algunas
para su casa.
Todos trabajaban alegremente en preparar
la deliciosa comida. Todos excepto Mery, que ronroneaba y se acomodaba
plácidamente entre ellos. Pero eso no le preocupó al zorro. Después de todos,
es un hecho de la naturaleza el que los gatos no son muy buenos cocineros, pero
si unos excelentes acompañantes y buenísimos jugando ajedrez. Pero esa es otra
historia.
Cuando las hojas de choclo estuvieron
listas, la alpaca, que era mucho más cuidadosa, las puso en agua caliente. “Así
va a estar más blanditas y podremos darles formas de humitas. Pero nunca lo
hagas solo, zorrito. Deja que un grande te ayude si te puedes quemar”, le dijo.
Claramente, la alpaca era la más grande de los tres, así que el zorro le hizo
caso.
Luego le pidió al zorro que le ayudara a
lavar muy bien los choclos. Tenían que sacarles todos los pelitos. Encontraron
un gusano en uno de ellos, y lo pusieron en una hojita para que siguiera su
camino.
La alpaca molió los granos amarillos en
partes diminutas, junto con esas hojas verdes de olor tan rico, la albahaca.
Mientras él separaba las hojitas, veía
como la alpaca se puso a llorar gruesas lágrimas. El zorro pensó que era un
animal demasiado sensible, pero era su nueva amiga y algo tenía que hacer.
“No estés triste, alpaca. A la cebolla
no le duele que la cortes. Ella puede entender que la tengas que cortar para
que podamos hacer las humitas…” le decía a su amiga alpaca. Pero, sin saber por
qué, a él también comenzaron a caerle lágrimas.
La alpaca sonrió, pero seguía llorando.
“Lo que pasa, zorrito, es que las cebollas siempre hacen llorar. Pero no estoy
triste, porque acabo de conocer al mejor ayudante de cocina del mundo”, le
dijo. El zorro sintió como el pecho se le hinchó de orgullo. ¡Era el mejor
ayudante del mundo, aunque no fuera bueno en matemáticas!, pensó, muy contento.
Cuando la cebolla estuvo picada y las
lagrimas secas, la alpaca puso un sartén al fuego. La cebolla, una pizquita de
polvos rojos, de sabor muy picante. Todavía no se parecía a las humitas de las
que había llevado un día su tía Jimenita a la casa, pero el olor ya lo estaba
matando de hambre. Se preguntó si sería bueno comer los choclos picados, pero
se acordó que era el mejor ayudante de cocina del mundo y decidió ser paciente.
Mientras Mery se dedicaba a jugar con un
trozo de cuerda que encontró en el camino, el zorro ayudó a la alpaca a mezclar
el choclo, la cebolla y una pizca de sal y pimienta. La pimienta le gustaba
mucho, aunque sabía que no tenía que ponérsela demasiado cerca de la nariz,
porque sino le daban ganas de estornudar. Recordó que con sus hermanos a veces
hacían concursos de quién aguantaba más oliendo la pimienta sin soltar un
estornudo. Al final del juego siempre terminaban con los ojos rojos, la
pimienta en el suelo y ellos revolcándose de risa. La que menos se reía era su
mamá, aunque le pareció que no se enojaba tanto como ella decía cuando veía el
desastre en el que convertían la cocina.
Mientras el zorrito pensaba en eso, la
alpaca muy delicadamente ponía leche en la mezcla. Mery apareció como por arte de magia a su lado en cuanto sintió
el olor, así que el zorro le sirvió un poco en un pocillo y dejó que tomara.
Era el mejor ayudante del mundo y eso significaba que tenía que ayudar a los
gatos también.
La pasta que se formó era espesa y de color amarillo pálido, aunque
decididamente no se parecía a una humita, pero ahora venía la parte
entretenida: darle la forma correspondiente. La alpaca le enseñó como se
anudaban las hojas de choclo, que ya habían sacado del agua y no estaban duras.
Si bien el pequeño zorro al principio
pensó que sería un desastre, la alpaca rápidamente le enseñó cómo formar las
humitas. Al principio todas le quedaban chuecas, pero poco a poco le salieron
mejor. Incluso Mery quiso acercarse a ver cómo las hacía…aunque quizás también
quería jugar con el largo cordel que la alpaca le entregó para amarrarlas.
“Te quedaron muy lindas, zorrito. Ahora
viene lo más complicado. Tenemos que esperar”, le dijo, luego de ponerlas en la
una olla con agua. Y aunque el zorro tenía mucha hambre y temió que se tardara
horas en poder comer, en realidad no fue tanto rato. Jugó con Mery, que no
hablaba pero era una gran cazadora de los cordeles que habían sobrado, le
mostró a la alpaca la chupalla que se encontró al borde del río y hasta lavó
los tomates con los que la alpaca preparó una ensalada. El tiempo pasa muy
rápido cuando se hacen muchas cosas.
Pronto, las humitas estuvieron listas.
Se sentaron y comenzaron a comer. ¡Estaban deliciosas! había algunas dulces y
otras saladas. Tenían un sabor muy suave y el zorro las acompañó todas con la
ensalada, muy contento por la rica comida. Mery daba pequeños mordisquitos y la
alpaca también comía, una tras otras. El zorro estaba feliz de que hubieran
hecho tantas. No sabía cuantas, claro, pero luego de que todos comieron y
quedaran satisfechos, aún quedaban.
La comida fue muy animada. Terminaron,
guardaron todo y jugaron un rato más con Mery cuando despertó de su siesta. Tomaba
muchas siestas a lo largo del día. Ya era hora de continuar su camino y aunque
la comida fue deliciosa, el zorrito sentía un nudo en el estómago.
“Alpaca, ya tengo que irme a casa. Llevo
paseando muchos días y debo regresar con mis hermanos, mis papás, mis tíos y
mis abuelos. Pero estoy muy contento de habernos conocido y de comer humitas
contigo”, le dijo. De pronto, pareció como si sus ojos se acordaran de la
cebolla, porque estuvo a punto de llorar. O quizás tenía pena. Mery se le
acercó y lo tocó con su patita.
“Amigo zorro, no tienes que estar
triste. Fue muy bonito conocernos y ahora sé que en algún lugar estará el mejor
ayudante de cocina del mundo. Yo estoy recorriendo Chile para aprender de sus
comidas, porque cada una de ellas representa un nuevo amigo. Ahora, cada vez
que tú comas humitas, podrás acordarte de mí. Y cada vez que yo las prepare, me
acordaré de este día tan especial”, le dijo la alpaca.
“Entonces, alpaca, cuando pases por mi
casa te invitaré a comer. Podremos pasear juntos y tendrás muchos más amigos
zorros que también te querrán ayudar en la cocina”, le dijo, muy contento. La
alpaca sonrió. “Me encantará visitarte, zorrito. Tengo que llegar hasta el sur
del país, y luego iré a visitarte. Por favor, llévate las humitas para el
camino y compártelas con tu familia. Volveremos a encontrarnos muy pronto”, le
dijo.
El zorrito se despidió de la alpaca y de
Mery. Les regaló las uvas que tenía en su bolsillo. Tomó una mochila llena de
humitas, se puso la chupalla y emprendió el rumbo hacia su casa. De seguro
estarían esperándolo y se sorprenderían mucho de saber que, entre todos ellos,
precisamente él, que aunque era aventurero era muy malo para las matemáticas,
se había convertido en el mejor ayudante del mundo.
“Cuando la alpaca vuelva a visitarme, le
prepararé yo las humitas. ¡Que contenta se pondrá mi nueva amiga cuando me
vea!”, pensó el zorrito, mientras caminaba hasta su casa. Definitivamente, esa
había sido una delas mejores aventuras que había tenido. Y lo mejor era que
cada vez que quisiera recordarla, sólo tenía que conseguir algunos
choclos con hojas bonitas.
martes, 13 de enero de 2015
El pan solo
Hace un par de días, pasaba por el supermercado. En medio del templo de ingredientes que permiten las más gloriosas preparaciones, una visión nostálgica y desoladora monopolizó toda mi atención, hazaña ya de por sí admirable.
Agazapada entre un mar de pies indolentes, una hallulla solitaria se encontraba en medio del pasillo, alejada de todos sus pares. Ni la humilde marraqueta, ni la estirada baguette, ni siquiera un estrafalario croissant, mucho menos una recia rebanada de ese pan con forma de diamante cuyo nombre, al menos para mí, permanece en el misterio, le hacían compañía. En el suelo, cerca de las canastas donde impacientemente esperan al público, migas de diversa procedencia daban testimonio de la impúdica selección a la que los panes se someten jornada tras jornada.
Pero esta hallulla era distinta. Completamente sola, en medio de un pasillo que sabía más de fideos de todo tipo y de promociones de salsa de tomates que de tecitos y desayunos, su ensimismada presencia estaba lejos de ser un grito desesperado. ¿Qué será de esos panes que quedan abandonados a su suerte? ¿De aquellos cuyo exceso de miga, o falta de ella, de esos muy quemados, muy blancos, chuecos, muy grandes y muy pequeños, que se quedan en la canasta? ¿Tendrán todos la misma dignidad que aquel pan, que con nostalgia no desprovista de entereza, aguardaba llegar al basurero?
Todo pan, cuando sale del horno, espera un futuro prometedor. Tal vez un poco de mantequilla. Algunos soñarán con ser untados en mermelada. Los más aventureros quizás quisieran ser rellenados con atún con cebolla y ser devorados en alguna playa, mientras, felices y llenos de arena, miran con harinosos ojos la puesta de sol.Otros, amantes de la buena mesa y las tradiciones chilenas, quizás aspiran a acompañar una sopa. Pero no este pan. Ni mantequilla, ni mermelada, ni palta estaban escritos en su destino. Para él, el revivir en forma de un budín de pan con pasas y manjar en la cubierta era un sueño lejano. Qué decir de ser mojado, envuelto en una lechuga y puesto en el horno para ablandar su corazón. Nada. Endurecida ya su corteza, coartados sus sueños de ser la estrella de la hora del té, alejado incluso de los desafortunados que de la canasta fueron a dar al suelo, este pan ya no sentía tristeza. No había angustia en su mirada redonda. Ya ni siquiera perdía tiempo aferrándose a esperanzas vanas. En su mente no se mantenían ilusiones de algún niño que, sin prejuicio, lo cogiera desde el frío suelo y se lo comiese con gusto.
Porque allí, en el piso, lejos de los suyos, rodeado de indiferencia y lleno de nostalgia, ese pan era la soledad.
Agazapada entre un mar de pies indolentes, una hallulla solitaria se encontraba en medio del pasillo, alejada de todos sus pares. Ni la humilde marraqueta, ni la estirada baguette, ni siquiera un estrafalario croissant, mucho menos una recia rebanada de ese pan con forma de diamante cuyo nombre, al menos para mí, permanece en el misterio, le hacían compañía. En el suelo, cerca de las canastas donde impacientemente esperan al público, migas de diversa procedencia daban testimonio de la impúdica selección a la que los panes se someten jornada tras jornada.
Pero esta hallulla era distinta. Completamente sola, en medio de un pasillo que sabía más de fideos de todo tipo y de promociones de salsa de tomates que de tecitos y desayunos, su ensimismada presencia estaba lejos de ser un grito desesperado. ¿Qué será de esos panes que quedan abandonados a su suerte? ¿De aquellos cuyo exceso de miga, o falta de ella, de esos muy quemados, muy blancos, chuecos, muy grandes y muy pequeños, que se quedan en la canasta? ¿Tendrán todos la misma dignidad que aquel pan, que con nostalgia no desprovista de entereza, aguardaba llegar al basurero?
Todo pan, cuando sale del horno, espera un futuro prometedor. Tal vez un poco de mantequilla. Algunos soñarán con ser untados en mermelada. Los más aventureros quizás quisieran ser rellenados con atún con cebolla y ser devorados en alguna playa, mientras, felices y llenos de arena, miran con harinosos ojos la puesta de sol.Otros, amantes de la buena mesa y las tradiciones chilenas, quizás aspiran a acompañar una sopa. Pero no este pan. Ni mantequilla, ni mermelada, ni palta estaban escritos en su destino. Para él, el revivir en forma de un budín de pan con pasas y manjar en la cubierta era un sueño lejano. Qué decir de ser mojado, envuelto en una lechuga y puesto en el horno para ablandar su corazón. Nada. Endurecida ya su corteza, coartados sus sueños de ser la estrella de la hora del té, alejado incluso de los desafortunados que de la canasta fueron a dar al suelo, este pan ya no sentía tristeza. No había angustia en su mirada redonda. Ya ni siquiera perdía tiempo aferrándose a esperanzas vanas. En su mente no se mantenían ilusiones de algún niño que, sin prejuicio, lo cogiera desde el frío suelo y se lo comiese con gusto.
Porque allí, en el piso, lejos de los suyos, rodeado de indiferencia y lleno de nostalgia, ese pan era la soledad.
miércoles, 7 de enero de 2015
Los misiles siguen siendo temerosos de la tinta
No nos olvidemos de Charlie Hebdo, ni de los que derramaron tinta y sangre por decir -y escribir- lo que pensaban.
martes, 6 de enero de 2015
Ave Mayo para un martes
Día martes en la oficina y un dolor de cabeza que se retuerce como un gusano en la mitad de mi cráneo -suele dolerme un sólo lado,odioso regalo de la predisposición genética a la jaqueca-. Los constantes sonidos, propios de cualquier oficina, perforan, empujan y hacen latir mis sesos. Es un cuento de terror en la jornada laboral.
Uno, dos, tres vasos de agua. Gente que entra y sale. Un ángel rubio a la fuerza, con rostro ceñudo y ojos muy maquillados de un estridente calipso, traspasa las fronteras que separan la oficina de la calle. Suele estar molesto y apurado. Con cierta brusquedad, me dice, casi en secreto, que tiene ave mayo, pan con palta y dulces para el desayuno. El cerebro deja de prestar atención al dolor para enfocarse en abrir desmesuradamente los ojos y arrebatarle de las manos una marraqueta con pollo y mayonesa. El ángel recibe su paga y se marcha, un tanto menos ceñudo ante la transacción.
Envuelto en una servilleta, que convenientemente puede dividirse en dos, al igual que el pan, se encuentra el humilde ave mayo. Resisto la tentación de herirlo a bocados sin algo que beber, así que feliz, voy a buscar agua. Dos pasos y me doy cuenta que mi vaso sigue sobre el escritorio, pues en su lugar me llevé el celular. Recupero mi vaso, lo lleno y vuelvo a mi sitio. El ave mayo me espera impaciente.
Al primer mordisco, la marraqueta muestra su fortaleza de espíritu. Tiene una corteza tan dura que casi lastima mi paladar. Pero el hambre puede más. El pan no tiene miga, pero la mezcla fría de la carne de ave, posiblemente pasada por la licuadora, junto a la mayonesa, ocupa parte de su lugar. El exceso de aire provoca que parte de la pasta insista en escapar. Se niega a ser parte del pan y a ser devorada, así que discretamente procura arrancarse servilleta abajo. Pero yo soy más rápida, y en un segundo entra a donde debe estar: mi hambriento cuerpo.
Terminó la primera batalla contra la marraqueta, pero soy inclemente y en menos de un segundo, ya comienzo a engullir la segunda mitad. Alguien se acerca a la puerta, obligándome a esconder el pan bajo el escritorio con un rápido movimiento de la mano. Nadie me dijo que estaba mal comer, y bajo ninguna circunstancia comer debería ser algo que requiera ocultarse con reflejos veloces, pero es lo que instintivamente hago.
El ave mayo se acabó. Sólo quedan dos servilletas comprimidas al extremo como mudos testigos del festín. El vaso vacío no se preocupa, será llenado y vaciado incontables veces durante la jornada. El dolor de cabeza, tímidamente, comienza a retornar a su lugar. Pero ya con menos fuerza. Debe ser que todavía está saboreando el pan de aire, pollo y mayo.
Uno, dos, tres vasos de agua. Gente que entra y sale. Un ángel rubio a la fuerza, con rostro ceñudo y ojos muy maquillados de un estridente calipso, traspasa las fronteras que separan la oficina de la calle. Suele estar molesto y apurado. Con cierta brusquedad, me dice, casi en secreto, que tiene ave mayo, pan con palta y dulces para el desayuno. El cerebro deja de prestar atención al dolor para enfocarse en abrir desmesuradamente los ojos y arrebatarle de las manos una marraqueta con pollo y mayonesa. El ángel recibe su paga y se marcha, un tanto menos ceñudo ante la transacción.
Envuelto en una servilleta, que convenientemente puede dividirse en dos, al igual que el pan, se encuentra el humilde ave mayo. Resisto la tentación de herirlo a bocados sin algo que beber, así que feliz, voy a buscar agua. Dos pasos y me doy cuenta que mi vaso sigue sobre el escritorio, pues en su lugar me llevé el celular. Recupero mi vaso, lo lleno y vuelvo a mi sitio. El ave mayo me espera impaciente.
Al primer mordisco, la marraqueta muestra su fortaleza de espíritu. Tiene una corteza tan dura que casi lastima mi paladar. Pero el hambre puede más. El pan no tiene miga, pero la mezcla fría de la carne de ave, posiblemente pasada por la licuadora, junto a la mayonesa, ocupa parte de su lugar. El exceso de aire provoca que parte de la pasta insista en escapar. Se niega a ser parte del pan y a ser devorada, así que discretamente procura arrancarse servilleta abajo. Pero yo soy más rápida, y en un segundo entra a donde debe estar: mi hambriento cuerpo.
Terminó la primera batalla contra la marraqueta, pero soy inclemente y en menos de un segundo, ya comienzo a engullir la segunda mitad. Alguien se acerca a la puerta, obligándome a esconder el pan bajo el escritorio con un rápido movimiento de la mano. Nadie me dijo que estaba mal comer, y bajo ninguna circunstancia comer debería ser algo que requiera ocultarse con reflejos veloces, pero es lo que instintivamente hago.
El ave mayo se acabó. Sólo quedan dos servilletas comprimidas al extremo como mudos testigos del festín. El vaso vacío no se preocupa, será llenado y vaciado incontables veces durante la jornada. El dolor de cabeza, tímidamente, comienza a retornar a su lugar. Pero ya con menos fuerza. Debe ser que todavía está saboreando el pan de aire, pollo y mayo.
viernes, 2 de enero de 2015
Yo vencí a la muy cabrona
Seré franca: Terminaron por subírseme los humos a la cabeza. Entre tanto aleonamiento colectivo, de compañeros, amigos, familia y cuanta gente suele rodear a la gente como uno (la normal, claro está), que me preguntaron, motivados por mis ácidos pero elegantes comentarios en las todopoderosas redes sociales , si escribía "algo".
Obviamente, la falsa modestia pudo más, así que todos y cada uno de ellos recibió la respuesta más ingeniosa que se me ocurrió en ese momento. Una cosa es levantarse inspirado un día, y buscar formas de expresarse por medio de un par de párrafos, y otra cosa es tomar ritmo, sentarte y escribir de una vez por todas. Porque, claro, que todo mi ambiente esté lleno de libretas de todo tipo, siempre con frases que escuché o que se me ocurrieron, no me convierte en promesa de la literatura moderna.
Claramente, no soy una Bradbury, Stevenson, Coyle ni Huxley*. En primera, porque mis apellidos son bastante más fáciles de pronunciar. Y en segunda, porque escribir estados de Facebook medianamente ingeniosos y un par de cuentos, casi todos infantiles, no hacen de nadie un buen escritor. El haber trabajado en un medio escrito, pese a ser impagable, tampoco lo hace. Aunque, ciertamente, te ayuda a enfrentarte con la página en blanco.
Para los legos, que en realidad conocen el sentimiento tanto como el más letrado, el Síndrome de la Página en Blanco -nombre que, no estoy segura, inventé o leí en alguna parte- es lo que ocurre en los preciosos minutos cuanto te dispones a escribir, pero la página te mira, radiantemente vestida de blanco, sin una minúscula palabrita que te señale que la tarea de plasmarlo todo con letras comenzó.
Los segundos avanzan y la página sigue en blanco. Le pasa a la gente en la prensa. Le pasa a los escritores, a los universitarios, a los que escriben una carta. Ocurre incluso cuando escribimos llenamos un formulario. El tiempo apremia, y ninguna humilde palabra hiere la faz burlona y radiante de la página. Hasta que una idea surge, pésima, pero algo se escribe. Y es un golpe a la muy cabrona. Pero la idea no te gusta, borras todo y la maldita página vuelve a ganarte. Así, muchas veces, hasta que, golpeada y herida por las letras, la página en blanco, humildemente, se sacrifica en aras de la escritura.
Que me vengan los poetas a decir que las páginas en blanco son un mundo por descubrir, que son el mármol que se transformará en una obra maestra. Yo en cuanto tomo un lápiz, aunque sea uno metafórico, me declaro en guerra con la jodida blancura de la página. Y, a esta sucia cabrona, al menos, esta vez le gané.
PS: A saber: Autores de "Crónicas Marcianas", un maravilloso cuento titulado "La puerta y el pino", padre de "Sherlock Holmes" y "Un mundo feliz", respectivamente. Que el nombre no los engañe, son obras muy pop y sencillas de leer.
Obviamente, la falsa modestia pudo más, así que todos y cada uno de ellos recibió la respuesta más ingeniosa que se me ocurrió en ese momento. Una cosa es levantarse inspirado un día, y buscar formas de expresarse por medio de un par de párrafos, y otra cosa es tomar ritmo, sentarte y escribir de una vez por todas. Porque, claro, que todo mi ambiente esté lleno de libretas de todo tipo, siempre con frases que escuché o que se me ocurrieron, no me convierte en promesa de la literatura moderna.
Claramente, no soy una Bradbury, Stevenson, Coyle ni Huxley*. En primera, porque mis apellidos son bastante más fáciles de pronunciar. Y en segunda, porque escribir estados de Facebook medianamente ingeniosos y un par de cuentos, casi todos infantiles, no hacen de nadie un buen escritor. El haber trabajado en un medio escrito, pese a ser impagable, tampoco lo hace. Aunque, ciertamente, te ayuda a enfrentarte con la página en blanco.
Para los legos, que en realidad conocen el sentimiento tanto como el más letrado, el Síndrome de la Página en Blanco -nombre que, no estoy segura, inventé o leí en alguna parte- es lo que ocurre en los preciosos minutos cuanto te dispones a escribir, pero la página te mira, radiantemente vestida de blanco, sin una minúscula palabrita que te señale que la tarea de plasmarlo todo con letras comenzó.
Los segundos avanzan y la página sigue en blanco. Le pasa a la gente en la prensa. Le pasa a los escritores, a los universitarios, a los que escriben una carta. Ocurre incluso cuando escribimos llenamos un formulario. El tiempo apremia, y ninguna humilde palabra hiere la faz burlona y radiante de la página. Hasta que una idea surge, pésima, pero algo se escribe. Y es un golpe a la muy cabrona. Pero la idea no te gusta, borras todo y la maldita página vuelve a ganarte. Así, muchas veces, hasta que, golpeada y herida por las letras, la página en blanco, humildemente, se sacrifica en aras de la escritura.
Que me vengan los poetas a decir que las páginas en blanco son un mundo por descubrir, que son el mármol que se transformará en una obra maestra. Yo en cuanto tomo un lápiz, aunque sea uno metafórico, me declaro en guerra con la jodida blancura de la página. Y, a esta sucia cabrona, al menos, esta vez le gané.
PS: A saber: Autores de "Crónicas Marcianas", un maravilloso cuento titulado "La puerta y el pino", padre de "Sherlock Holmes" y "Un mundo feliz", respectivamente. Que el nombre no los engañe, son obras muy pop y sencillas de leer.
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