Contrario a lo recomendado por muchos especialistas, e incluso, la experiencia propia, sería muy feliz sin trabajar. Con gusto, me consumiría en un espiral de hedonismo, sin más preocupaciones que la siguiente cosa entretenida que podría hacer. Sin embargo, pese a que trabajo en algo que me gusta y me otorga bastantes libertades espirituales, que no económicas, no me tomó demasiado tiempo de adultez darme cuenta de una clara verdad: La importancia de autoentrenarme por medio de un intrincado sistema de recompensas. Al fin y al cabo, defiendo la postura de que, al caer la noche, somos un animal más.
Y, lógicamente, este sistema de autoregulación conductiva se relaciona con la comida. No hay otra manera. No es sobre la satisfacción del trabajo realizado, no es sobre los desafíos exitantes y mucho menos sobre el valor de la misión cumplida. Es sobre comida, porque comer es el acto más sublime y honesto que tengo para ofrecer.
De esta forma, cada una de las labores está asociada a un bocado específico. Comenzó en la universidad, donde la mastodónica tarea de comenzar la semana yendo a clases a las 8 de la mañana debía ser recompensada con una dobladita con abundante queso derretido y un té helado con sabor a durazno. No de limón, no solo, no té negro ni bebida. Tenía que ser té helado de durazno y este necesariamente tenía que ser muy bien acompañado con la dobladita con abundante queso. Aún recuero las manos veloces de la tía del casino, que arrojaba grandes láminas de queso amarillo sobre un fogón y con la rapidez que sólo puede dar la experiencia, tomaba el queso con una espátula y lo acomodaba sobre el pan.
Luego, el sistema de autoentrenamiento se fue complejizando: Era un jugo de frutas si terminaba la semana, una gigantesca ensalada de frutas si además salía de una prueba particularmente difícil. Cuando trabajé en un videoclub, compraba dulces ácidos por realizar un turno normal y un mix de frutos secos si la jornada requería más paciencia que la acostumbrada.
Entré a trabajar a un diario, y cada página entregada merecía celebrarse con un paquete de gomitas. Los domingos eran acompañados de una empanada napolitana en honor a la valentía que requiere el trabajar cuando muchos duermen. Cambié la prensa por la oficina y nunca encontré un bocadillo al cual asociarlo. Lo intenté, pero ningún tentempié cumplía el perfil de ser la recompensa oficial. Quizás fue eso lo que motivó a mi jefe a impulsarme uniteralmente a otro empleo. Sabio personaje, pues a los pocos días encontré otro trabajo, en el que cada jornada larga es premiado con masas dulces, con un leve aroma a anís y crema pastelera, vulgarmente llamada "conejo".
Com además de trabajadora también soy estudiante vespertina, cada incursión al Instituto de Capacitación Laboral es premiado con un vaso de frutas con leche condensada. Y como terminé la universidad, los lunes en la noche el inicio de la semana es recibido con comida china.
Hay quien diría que lo mio es sólo explicable por medio de la psicología: O la comida suple los afectos y otras necesidades de aquella índole, o sencillamente, soy particularmente malcriada.
Puede que tengan razón, pues no considero necesario explicar el inmenso vacío que me deja el que falte algunas de mis recompensas. No importa cuántas notas escribí, si la panadería que me provee de conejos está cerrada o no tiene aquel dulce en particular, fue un día perdido en el cual los dioses de la productividad me jugaron una broma macabra. Es decir, es un día perdido.
Por eso, creo que algo hay de mala crianza. Una que, por cierto, me inculqué yo y no mis padres, quienes tal vez se horroricen ante lo expuesto, pese a, insisto, funciona de maravilla.
Pero Pavlov, señores...Pavlov estaría orgulloso.
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