jueves, 28 de abril de 2016

Tiempo detenido

El mundo está lleno de desgracias de todos los tamaños. Desde las más pequeñas hasta las inconmensurables, como si, en caso de necesitar alguna, el dios de los desastres temiera quedarse sin variedad. Sin embargo, entre toda esa nube negra, la más nímia de todas ellas provoca una reacción colectiva que siempre llamó mi atención.
Situémonos en un cóctel, un vino de honor, una degustación, una pequeña y bonita "convivencia", con abundantes - o muy pocos- bocadillos, algunas alternativas para beber, un fauna de comensales dispuestos a Dios sabe qué para conseguir uno de los pequeños tentempiés. Hay ruidos, gente, pasos, risas, una conversación más apartada. Hay competencias por los canapés, personas buscando más jugo, otros pidiendo el azucarero y bocados a medio comer surgen espontáneamente sobre la mesa. Es un universo variado, ruidoso y breve.
Pero entre quienes arrojan con desprecio las aceitunas amorosamente cortadas y aquellos que buscan aperarse de un buen contingente de comida para ir en auxilio de los desafortunados que quedaron apartados de la mesa, un sonido inconfundible trastoca la dimensión de la mesa del coffee break.
Un vaso se quiebra y se desata un fenómeno particular, donde todo lo que alcanzan las ondas de ruido parece caer bajo un hechizo.
Las risas y conversaciones se apagan, se detiene la búsqueda de platos nuevos, las cabezas se giran con velocidad y, en resumidas cuentas, el tiempo se detiene. Por un segundo, lo que une a los comensales es más fuerte que cada una de sus diferencias. ¿Por qué los oídos se agudizan? ¿Por qué de pronto la vajilla se convierte en algo casi sagrado que ha sido profanado?
Quien dice que hoy ya nada nos conmueve, ciertamente jamás ha prestado atención a la reacción coreográfica desatada por una bandeja estrellándose contra el suelo.
Luego del silencio, comienzan las exclamaciones. Primero un sonido parecido a un grito ahogado. Luego, las mágicas palabra que dan por superada la catástrofe. La primera vez que escuché decir "Alegría, alegría" en un tono jovial luego del escándalo provocado por un vaso suicida, se sentí confusa, pero rodeada de poesía.
Entonces comencé a coleccionar expresiones que alivian el silencio insondable que reina luego de un plato quebrado. "Alegria, alegría". "No es cumpleaños si no hay un vaso quebrado"."Esta buena la fiesta".
Recuerdo con especial cariño la estrepitosa caída de una olla con salsa bolognesa. Una delegación de jóvenes entusiastas, de la cual formaba parte, necesitaba fondos para una noble causa. La antediluviana idea de vender "platos únicos" fue adoptada por unanimidad.
Ya puestos a trabajar, la cocina era un festivo revoltijo de serviciales ayudantes, con dos o tres señoras dirigiendo el buque con mano de hierro, risotadas y música. La labor estaba casi concluida, y de pronto, el horror.
El mundo se detuvo, las conversaciones cayeron a un abismo de incredulidad y podría jurar que la música se apagó por si sola. Fue un minuto de intercambiar miradas estupefactas.
Una de las mujeres caminó con parsimonia hasta el infortunado recipiente, que no dejaba de sangrar salsa. Levantó las manos y haciendo el gesto universal de "conservemos la calma"

-Ya, bueno. Más se perdió en la guerra.

Fue la llave mágica que volvió el tiempo a su lugar. La radio se volvió a encender. Las conversaciones se retomaron con nuevos temas, un proactivo ayudante encontró un trapeador y se hicieron las reconstrucciones de escenas pertinentes.

El mundo no deja de girar, salvo por algunas tragedias. Una olla con salsa bolognesa cayendo al suelo, por ejemplo. Pero, a la larga, la vida sigue su curso y el mundo vuelve a girar...aunque deba hacerlo cambiando el menú de "fideos a la bolognesa" por "fideos con huevo y mantequilla".

martes, 12 de abril de 2016

Vi su primera vez

Era el primer año de universidad, y todo lo que eso conlleva. Conocer gente nueva, horarios inauditos y la vaga idea de que el futuro debía comenzar a definirse. Tratándose de una casa de estudios ubicada en uno de los extremos del país, llamaba la atención que en nuestro curso abundaran los recién llegados. Desde el norte, el centro y el sur acudieron jóvenes con variopintos intereses, formando un grupo vivo, entusiasta, con poco presupuesto y hambriento.Muchos jamás habían puesto antes un pie en mi ciudad, por lo que recibieron numerosas visitas guiadas. Desde los restaurantes más económicos del pueblo hasta las botillerias clandestinas, pasando por las numerosas playas. Les mostramos el centro de la ciudad, nos reímos ante su incredulidad cuando les dijimos que, simplemente, en estas tierras no se conoce la lluvia y les advertimos que el comercio cierra a las dos de la tarde y se abre a las seis, porque con este clima no hay razón para trabajar todo el día.
Justamente, durante una de estas visitas pasadas, caminábamos en grupo de camino al centro. De pronto, uno de mis compañeros abrió desmesuradamente los ojos, y se detuvo olfateando con las mismas ansias que un bañista semi ahogado finalmente respira. "¡Oye, qué...?", decía, sin parar de buscar con todos sus sentidos.
No hiló frases, prestando atención sólo a su nariz. Fruncía el ceño con expresión de sorpresa mientras balbuceada. Intercambiamos miradas con mis amigos, tan perplejos como él.
-¿Es por los mangos?, preguntó una de mis compañeras, tratando de adivinar.
-¿Mangos?
Entonces caímos en cuenta: Pasábamos junto a un pequeño carro de frutas. Lo habíamos visto, claro. El vendedor avanzaba en sentido contrario, pedaleando cansado.
-¿Así huelen?, insistió mi amigo.
Y nuevamente, una verdad se apareció ante nosotros. Mi buen amigo, proveniente también de un pueblo costero, ubicado en el otro extremo del país, no conocía los mangos. Había visto la fruta en la televisión. Incluso sabía su nombre. Pero nunca había estado en presencia de uno, por ende, el aroma dulce y embriagador del carrito lo pilló totalmente desprevenido.
A la mañana siguiente, quien descubrió la razón para tal frenesí callejero, llegó a clases con una enorme sonrisa y un bulto misterioso.
-Te traje algo
Le dijo a mi compañero, mientras se lo entregaba y tomábamos asiento. Era el mango más grande, fragante y bello que he visto. La clase comenzó y, con una sonrisa iluminada, mi neófito amigo guardó el tesoro en su mochila. Aún recuerdo su expresión maravillada: Era como si tuviera las llaves del paraíso entre sus cuadernos y fotocopias. Puso la mochila en sus piernas, y no tomó apuntes, pues estuvo muy ocupado sumergiendo su nariz a cada momento. Ese día ciertamente no era el indicado para recordar mucho sobre tendencias literarias, filosofía o literatura y cultura clásica.
Mi amigo se marchó a casa con su tesoro. Jamás había presenciado la primera vez de alguien frente a una fruta, pero el recuerdo me acompaña hasta hoy.
Y supongo que mi amigo disfrutó aún más su primer bocado de mango. Pero son suposiciones. Después de todo, también me parece justo que tuviera algo de privacidad.


viernes, 15 de enero de 2016

Cantando Gardel

En casa jamás hemos tenido un automóvil. Pese a los intentos y las conversaciones, los años pasan y el transporte público sigue siendo para mi mucho más que una forma de llegar y partir. Es una ocasión única para contemplar horrores o maravillas, sorprenderse ante la propia ciudadanía. Me basta un conteo muy rápido para tener la certeza de que la más de la mitad de mis anécdotas ocurren cuando comparto espacio con desconocidos.
Lo volví a comprobar hace algunas semanas. Un día particularmente largo en el diario donde trabajo en la modalidad "si me llaman estoy, si me necesitan voy". Salí ya de noche, sin más almuerzo que uno de los maravillosos conejitos, el que comía evitando desparramar más azúcar flor de la necesaria.
Tomé el colectivo, donde el chofer tenía una vieja radio tocando a Gardel. El hombre, lo mismo un auto que un escenario, coreaba a viva voz, y el que una pasajera comiendo casi a escondidas se subiera no cambiaría nada. Recibió el dinero con una sonrisa, sin dejar de cantar. Unos metros más allá, con un abrigo grueso, otro canoso personaje tomó el asiento del copiloto. Dos pasajeros más lo siguieron.
El canturreo del chofer cesó, quizás cohibido por tanto público.
-Oiga, que buena música está escuchando.
Comentó el pasajero con ese aplomo que sólo da la edad. Mis compañeros de asiento, con cabellos tan plateados como los del conductor, asintieron. El chofer, timidamente, reanudó en voz baja su canto.
Una enorme sonrisa voló a mi rostro cuando los otros tres pasajeros acompañaron al chofer y a Gardel en las notas. El automóvil, entre las bocinas impacientes de los demás conductores, se transformó en el más inverosímil de los escenarios, con los cuatro caballeros cantando a todo pulmón. Se miraron riendo, dejando salir las gruesas voces con pasmante facilidad.
Gardel siguió cantando en perfecta sinfonía con los ya cuatro viejos amigos. Tocaron un tema cuyo coro me pareció conocido. En un inaudible hilo de voz, también me sumé. El abuelo a mi costado sonrió con los ojos, invitándome al espectáculo.
Pero era el momento de bajarme, pesándome en extremo interrumpir la magia. Haciendo alarde de galantería, mis compañeros de asiento hicieron espacio para que me bajara. Una vez en la calle, miré el taxi alejarse todavía con una enorme alegría. Y no es para menos.
Porque fue el mejor concierto al que he ido en mi vida.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Y un día nos reímos

Estoy segura de no haber tenido más de ocho años. Fue una de esas salidas a comer fuera, en un restauran que, en ese momento, me parecía la obra máxima de la elegancia. Estas salidas eran todo un acontecimiento, reservadas para momentos especiales, en los que la comida sería una delicia, un acto sublime de la mecánica de ingerir alimentos. A los ocho años, un pollo asado, papas fritas y Coca Cola era como estar en el cielo. A los 27, muchas veces sigue siéndolo.
 Recuerdo que el amable garzón se nos acercó y comentó que nos traerían postre "por cortesía de la casa". Por alguna razón, recuerdo que todos los garzones que me atendieron en mi niñez, eran guapos, atentos y siempre sonreían mucho. Les profesaba una admiración infinita, pues siempre me trataban bien y, además, me traían comida. Años después, puedo dar fe que sigo ganando sonrisas cuando demuestro un excesivo entusiasmo por los alimentos, una felicidad tan pura y tan genuina que muchas veces, parece incluso alegrar a otros.
 Por tanto, cuando hace casi 20 años, el garzón auguró un postre gratis, se convirtió automáticamente en la persona más bondadosa que conocía, alguien cuyo desinteresado gesto recordaría por siempre. Me alegra saber que cumplí esa promesa, pero muchas veces, para llegar a nuestras metas se recorre un camino diametralmente opuesto al planificado.
El postre llegó. Era una pequeña copa con una sustancia blanquecina. Dos décadas después, el debate familiar se mantiene. Madre asegura que era un mousse de guayaba, mientras padre dice que era algo con limón. Pueden tener razón ambos, alguno o ninguno. Los recuerdos, especialmente aquellos que son compartidos, suelen teñirse con el paso del tiempo.
Lo que los cuatro recordamos sin problema fueron nuestras caras de asombro. Aquella cortesía de la casa era, lejos, el peor postre que habíamos probado. Recuerdo que mi madre incumplió su propia regla y una fugaz mueca de desagrado pasó por su rostro. Miró a mi padre con un dejo de desesperación. Él, a su vez, un devorador fenomenal de casi cualquier cosa comestible, abrió y cerró la boca un par de veces, como un pez fuera del agua. Yo miré a mi hermano, a la sazón de unos seis años, y le advertí que no comiera, porque era "el postre más malo del mundo".
Como dije: los recuerdos se distorsionan con el paso del tiempo. Puede que no haya sido así, pero recuerdo que un silencio sepulcral inundó la mesa. Yo había dejado la ensalada de pimientos que sirvieron como entrada, Y recuerdo que, en algún momento le agregué un poco  a la copa del postre. Esto reafirma claramente que el terrible sabor de la cortesía de la casa impactó de tal modo a mi soberana madre, que incluso me permitió realizar ese experimento, nuevamente obviando las leyes impuestas a la mesa.
Mi hermano, que siempre tuvo gustos culinarios para mi totalmente incomprensibles, dijo que el postre había mejorado mucho con su nueva guarnición. Todos le ofrecimos los nuestros, pero sólo se comió ese, pues mi madre recupero la compostura y consideró que agregarle morrón a un mousse de guayaba era demasiado, incluso tratándose de algo con un sabor tan espantoso.
Jamás sabremos qué ocurrió. De hecho, nadie parece recordar qué preparación fue. Pero a veces, en las conversaciones familiares, alguien saca a colación el tema. Mi hermana, que nació diez años después de ese episodio, incluso conoce el frontis del local. Jamás regresamos, pero, cuando comemos juntos en casa, y alguien recuerda la historia, se cuenta con entusiasmo. Los años le van cambiando detalles, pero la conclusión siempre es la misma. El lo peor que hemos comido juntos, como familia. El desastre culinario que cometió el crimen de arruinar un postre, pero que hoy, casi veinte años después, nos transporta a una vida mucho más simple. Fue, en ese momento, una de las locas  pruebas que nos puso el destino. Pero que, como tantas otras, incluso algunas mucho más terribles, a veces nos hace reir.


jueves, 19 de noviembre de 2015

Un pavlov frutal

Contrario a lo recomendado por muchos especialistas, e incluso, la experiencia propia, sería muy feliz sin trabajar. Con gusto, me consumiría en un espiral de hedonismo, sin más preocupaciones que la siguiente cosa entretenida que podría hacer. Sin embargo,  pese a que trabajo en algo que me gusta y me otorga bastantes libertades espirituales, que no económicas, no me tomó demasiado tiempo de adultez darme cuenta de una clara verdad: La importancia de autoentrenarme por medio de un intrincado sistema de recompensas. Al fin y al cabo, defiendo la postura de que, al caer la noche, somos un animal más.
Y, lógicamente, este sistema de autoregulación conductiva se relaciona con la comida. No hay otra manera. No es sobre la satisfacción del trabajo realizado, no es sobre los desafíos exitantes y mucho menos sobre el valor de la misión cumplida. Es sobre comida, porque comer es el acto más sublime y honesto que tengo para ofrecer.
De esta forma, cada una de las labores está asociada a un bocado específico. Comenzó en la universidad, donde la mastodónica tarea de comenzar la semana yendo a clases a las 8 de la mañana debía ser recompensada con una dobladita con abundante queso derretido y un té helado con sabor a durazno. No de limón, no solo, no té negro ni bebida. Tenía que ser té helado de durazno y este necesariamente tenía que ser muy bien acompañado con la dobladita con abundante queso. Aún recuero las manos veloces de la tía del casino, que arrojaba grandes láminas de queso amarillo sobre un fogón y con la rapidez que sólo puede dar la experiencia, tomaba el queso con una espátula y lo acomodaba sobre el pan.
Luego, el sistema de autoentrenamiento se fue complejizando: Era un jugo de frutas si terminaba la semana, una gigantesca ensalada de frutas si además salía de una prueba particularmente difícil. Cuando trabajé en un videoclub, compraba dulces ácidos por realizar un turno normal y un mix de frutos secos si la jornada requería más paciencia que la acostumbrada.
Entré a trabajar a un diario, y cada página entregada merecía celebrarse con un paquete de gomitas. Los domingos eran acompañados de una empanada napolitana en honor a la valentía que requiere el trabajar cuando muchos duermen. Cambié la prensa por la oficina y nunca encontré un bocadillo al cual asociarlo. Lo intenté, pero ningún tentempié cumplía el perfil de ser la recompensa oficial. Quizás fue eso lo que motivó a mi jefe a impulsarme uniteralmente a otro empleo. Sabio personaje, pues a los pocos días encontré otro trabajo, en el que cada jornada larga es premiado con masas dulces, con un leve aroma a anís y crema pastelera, vulgarmente llamada "conejo".
Com además de trabajadora también soy estudiante vespertina, cada incursión al Instituto de Capacitación Laboral es premiado con un vaso de frutas con leche condensada. Y como terminé la universidad, los lunes en la noche el inicio de la semana es recibido con comida china.
Hay quien diría que lo mio es sólo explicable por medio de la psicología: O la comida suple los afectos y otras necesidades de aquella índole, o sencillamente, soy particularmente malcriada.
Puede que tengan razón, pues no considero necesario explicar el inmenso vacío que me deja el que falte algunas de mis recompensas. No importa cuántas notas escribí, si la panadería que me provee de conejos está cerrada o no tiene aquel dulce en particular, fue un día perdido en el cual los dioses de la productividad me jugaron una broma macabra. Es decir, es un día perdido.
Por eso, creo que algo hay de mala crianza. Una que, por cierto, me inculqué yo y no mis padres, quienes tal vez se horroricen ante lo expuesto, pese a, insisto, funciona de maravilla.

Pero Pavlov, señores...Pavlov estaría orgulloso.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Que no se muera mi barrio

Llegué a vivir a mi casa cuando apenas tenía tres años y hoy, 24 años después, no me sorprende que mi primer recuerdo sea el de mi madre inclinada preparando quizás que platillo en la minúscula cocina, que hoy, a punta de esfuerzo y enjundia, está convertida en pasillo.
Al barrio llegamos todos juntos. Era un terreno destinado a albergar a los trabajadores de una fábrica de textiles. Mi padre vio, con alegría, cómo el sueño de la casa propia se hacía realidad para él y muchos de sus compañeros. Quiso el democrático sorteo organizado por los vecinos que como familia fuéramos bendecidos con una casa esquina, ganando un par de afortunados metros. Planté en ella mi primer árbol, el que, en un arranque de originalidad infantil, llamamos "Arbocio" con mi hermano.
"Sobraya" es el nombre que recibe el conjunto de casitas que apenas abarca dos pasajes. Para muchos de mis vecinos, es casi una ofensa que este nombre sea cambiado por cualquier otro, considerando que barrios mucho más grandes rodean lo que la agrupación de vecinos actual defiende con una ferocidad y organización tan implacable que no puede menos que llenarme de orgullo.
Pero el barrio ha cambiado en este cuarto de siglo. A pasos de mi casa, en la esquina del frente, una señora de ceño permanentemente fruncido y pelo rizado manejaba con mano de hierro "Las Rosas", pequeño almacén que reunía a la burbujeante masa de amas de casa y niños embelequeros.
Doña Rosa, como siempre asumí que se llamaba, era amante de los gatos, y parecía cumplir el perfil de esposa de mayor envergadura y energía que su marido. Posiblemente, conocía todos los secretos de la población, pero a mi siempre me pareció un poco brusca.
En sentido opuesto, estaba otro almacén, mucho más grande que el primero, y con un ambiente muy distinto. Cabían allí dos posibilidades : Ser recibidos por el matrimonio o por su hija. La mujer-que puede haya sido joven, pero a esa edad todos son irremediablemente adultos- se movía como una exhalación, impulsada por un resorte. Su prisa era tal, que muchas veces no alcancé a terminar de enumerar los productos cuando ya tenia la lista completa y el vuelto en mis manos.
La segunda opción, resuena en mi cabeza con un dulce canturreo. "Azuquitar, aaazuquitar", repetía dulcemente la pareja, mientras a paso de tortuga se desplazaba por el lugar buscando solemnemente cada uno de los ingredientes solicitados. El sabio matrimonio tenía la filosofía de que la vida es muy corta para vivirla con apuro. Cada abarrote era tratado con delicadeza y entregado ceremoniosamente, como una ofrenda para el cliente, tarareando el nombre del producto mientras lo buscaban, para espantar a la mala memoria. Cada uno de los alimentos era tratado con profundo respeto, y cada moneda era amorosamente contada y guardada o entregada, según fuese el caso.
A espaldas de la casa, un inmenso terreno baldío era coronado con una joya que en ese tiempo no supe valorar. Una feria de verduras, ruidosa y llena de vida recibía diariamente a todos los vecinos. Poco recuerdo: una escalinata de cemento, que tenía dos o tres pasillos y que el puesto número 3 era el único ante los ojos de mi madre.
Hoy de ambos almacenes no queda más que un letrero descolorido y la feria es, desde hace año, un hipermercado. Los vecinos han cambiado, la ciudad creció y el árbol familiar dio paso a una habitación posterior. Con todo, pienso que en el barrio está organizando sus bodas de plata. Los vecinos comenzaron a pintar los postes de la luz, a diseñar murales para celebrar los 25 años de la entrega de las casas, y que una comisión está buscando la forma de ubicar a todos los vecinos en una misma mesa, cerrando las calles que llevo años atravesando a pie. Y entonces sé que mi barrio, aunque herido, sigue vivo.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Sympathy for Devil

Para nadie que haya conversado, o leído, mis largos monólogos respecto a la comida sería una una sorpresa mi cruzada contra la cazuela, ese plato estandarte de la comida casera, aquel que reúne gran cantidad de ingredientes flotando sobre una aguada mezcla.
Descrito así, obviamente, no suena tentador. Me preocupé de que así fuera, porque si hay una forma segura de cambiar mi estado de ánimo de resplandeciente a El Resplandor, es descubrir, un día caluroso, que una humeante cazuela espera en mi puesto.
Esta guerra sin cuartel se gestó desde los anales de la historia. Mis armas: distraer, negociar y suplicar. Las suyas: una larga tradición hogareña y el respaldo y reconocimiento de casi todo un país.
Y así pasamos, felices, casi 27 años. Ninguna daba su brazo a torcer. Cualquiera diría que hasta disfrutábamos la contienda.
Pero un día, diversos asuntos me llevaron a abandonar mi pueblito costero y dirigirme a la capital, a pocos días de mi cumpleaños. Santiago cuenta, pese a su mala fama, con mi simpatía. Si se recorre con más tiempo que prisa, resulta agradable, pese a ese vacío que siento al estar lejos del mar. Ruidosa, apresurada y flexible, ofrece mucho y muy distinto a lo que acostumbro. Recorría el centro de la ciudad de la mano de uno de esos amigos que uno llama a las tres de la mañana y responde de inmediato, tienen llave de tu casa y son parte del inventario familiar y junto a aquella persona que te ve en los mejores y peores momentos y, aún así, te ama con un amor correspondido. Entre los pésimos dones turísticos de mi amigo, y la memoria frágil de mi pareja, nos lanzamos a la búsqueda de una picá, restauran pequeño que ofrece lomitos y papas fritas. En tanto, yo miraba a todas las direcciones a la vez, ávida de absorber las nuevas experiencias y sensaciones.
En eso, un cartel me dejó pasmada. En pleno centro de Santiago, se ofrecía cazuela a la hora del almuerzo. Hasta allí ningún problema, salvo la cazuela, claro.
Pero el precio era casi 5 veces más que los que ofrecen en mi ciudad. Entonces miré la fotografía del detestable platillo, y me invadió la tristeza. Una pena infinita se apoderó de mí, mientras notaba que el cordero, las papas, los porotos verdes, la zanahoria, el pimiento e incluso, el insufrible caldo aguado me devolvía la mirada desolada. Sentí el otrora enemigo atrapado por cadenas invisibles, apartado de su lugar de plato casero. Me dolió verlo convertido en un manjar inalcanzable para cualquier día de la semana. Porque conozco a mi enemiga, y sé que no pertenece a un pedestal. Sé que es democrática, que se ofrece sin aspavientos, que su lugar es en las mesas de todos a un precio accesible.
Pero allí estaba ella, reducida a un gusto de esos que se dan sólo a fin de mes. Había perdido su familiaridad, su cercanía, su molesto título de plato casero por excelencia. Mientras me miraba con ojos aguados y casi pude sentir que me pedía que la llevara de vuelta a su mesa. Y yo, por primera vez, entendí su rol y el sabor amargo que deja el separarla de él. Llena de nostalgia, asentí, comprendiendo sus años de historia.
De vuelta en mi costa, mi madre me sorprendió con el susodicho platillo. Se me escapó una mueca de disgusto y ella, revoloteando los ojos al aire, me dijo que, como siempre, me sirviera sólo las papas y les agregara ensalada, cosa que por supuesto hice. Nuestra guerra no ha terminado, y sigo sosteniendo que es un plato insulso y sobrevalorado, pero no olvidaré cómo, por una vez, ambas nos miramos con simpatía, con esa complicidad que sólo se da entre enemigos acérrimos.