miércoles, 11 de noviembre de 2015

Sympathy for Devil

Para nadie que haya conversado, o leído, mis largos monólogos respecto a la comida sería una una sorpresa mi cruzada contra la cazuela, ese plato estandarte de la comida casera, aquel que reúne gran cantidad de ingredientes flotando sobre una aguada mezcla.
Descrito así, obviamente, no suena tentador. Me preocupé de que así fuera, porque si hay una forma segura de cambiar mi estado de ánimo de resplandeciente a El Resplandor, es descubrir, un día caluroso, que una humeante cazuela espera en mi puesto.
Esta guerra sin cuartel se gestó desde los anales de la historia. Mis armas: distraer, negociar y suplicar. Las suyas: una larga tradición hogareña y el respaldo y reconocimiento de casi todo un país.
Y así pasamos, felices, casi 27 años. Ninguna daba su brazo a torcer. Cualquiera diría que hasta disfrutábamos la contienda.
Pero un día, diversos asuntos me llevaron a abandonar mi pueblito costero y dirigirme a la capital, a pocos días de mi cumpleaños. Santiago cuenta, pese a su mala fama, con mi simpatía. Si se recorre con más tiempo que prisa, resulta agradable, pese a ese vacío que siento al estar lejos del mar. Ruidosa, apresurada y flexible, ofrece mucho y muy distinto a lo que acostumbro. Recorría el centro de la ciudad de la mano de uno de esos amigos que uno llama a las tres de la mañana y responde de inmediato, tienen llave de tu casa y son parte del inventario familiar y junto a aquella persona que te ve en los mejores y peores momentos y, aún así, te ama con un amor correspondido. Entre los pésimos dones turísticos de mi amigo, y la memoria frágil de mi pareja, nos lanzamos a la búsqueda de una picá, restauran pequeño que ofrece lomitos y papas fritas. En tanto, yo miraba a todas las direcciones a la vez, ávida de absorber las nuevas experiencias y sensaciones.
En eso, un cartel me dejó pasmada. En pleno centro de Santiago, se ofrecía cazuela a la hora del almuerzo. Hasta allí ningún problema, salvo la cazuela, claro.
Pero el precio era casi 5 veces más que los que ofrecen en mi ciudad. Entonces miré la fotografía del detestable platillo, y me invadió la tristeza. Una pena infinita se apoderó de mí, mientras notaba que el cordero, las papas, los porotos verdes, la zanahoria, el pimiento e incluso, el insufrible caldo aguado me devolvía la mirada desolada. Sentí el otrora enemigo atrapado por cadenas invisibles, apartado de su lugar de plato casero. Me dolió verlo convertido en un manjar inalcanzable para cualquier día de la semana. Porque conozco a mi enemiga, y sé que no pertenece a un pedestal. Sé que es democrática, que se ofrece sin aspavientos, que su lugar es en las mesas de todos a un precio accesible.
Pero allí estaba ella, reducida a un gusto de esos que se dan sólo a fin de mes. Había perdido su familiaridad, su cercanía, su molesto título de plato casero por excelencia. Mientras me miraba con ojos aguados y casi pude sentir que me pedía que la llevara de vuelta a su mesa. Y yo, por primera vez, entendí su rol y el sabor amargo que deja el separarla de él. Llena de nostalgia, asentí, comprendiendo sus años de historia.
De vuelta en mi costa, mi madre me sorprendió con el susodicho platillo. Se me escapó una mueca de disgusto y ella, revoloteando los ojos al aire, me dijo que, como siempre, me sirviera sólo las papas y les agregara ensalada, cosa que por supuesto hice. Nuestra guerra no ha terminado, y sigo sosteniendo que es un plato insulso y sobrevalorado, pero no olvidaré cómo, por una vez, ambas nos miramos con simpatía, con esa complicidad que sólo se da entre enemigos acérrimos.

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