En casa jamás hemos tenido un automóvil. Pese a los intentos y las conversaciones, los años pasan y el transporte público sigue siendo para mi mucho más que una forma de llegar y partir. Es una ocasión única para contemplar horrores o maravillas, sorprenderse ante la propia ciudadanía. Me basta un conteo muy rápido para tener la certeza de que la más de la mitad de mis anécdotas ocurren cuando comparto espacio con desconocidos.
Lo volví a comprobar hace algunas semanas. Un día particularmente largo en el diario donde trabajo en la modalidad "si me llaman estoy, si me necesitan voy". Salí ya de noche, sin más almuerzo que uno de los maravillosos conejitos, el que comía evitando desparramar más azúcar flor de la necesaria.
Tomé el colectivo, donde el chofer tenía una vieja radio tocando a Gardel. El hombre, lo mismo un auto que un escenario, coreaba a viva voz, y el que una pasajera comiendo casi a escondidas se subiera no cambiaría nada. Recibió el dinero con una sonrisa, sin dejar de cantar. Unos metros más allá, con un abrigo grueso, otro canoso personaje tomó el asiento del copiloto. Dos pasajeros más lo siguieron.
El canturreo del chofer cesó, quizás cohibido por tanto público.
-Oiga, que buena música está escuchando.
Comentó el pasajero con ese aplomo que sólo da la edad. Mis compañeros de asiento, con cabellos tan plateados como los del conductor, asintieron. El chofer, timidamente, reanudó en voz baja su canto.
Una enorme sonrisa voló a mi rostro cuando los otros tres pasajeros acompañaron al chofer y a Gardel en las notas. El automóvil, entre las bocinas impacientes de los demás conductores, se transformó en el más inverosímil de los escenarios, con los cuatro caballeros cantando a todo pulmón. Se miraron riendo, dejando salir las gruesas voces con pasmante facilidad.
Gardel siguió cantando en perfecta sinfonía con los ya cuatro viejos amigos. Tocaron un tema cuyo coro me pareció conocido. En un inaudible hilo de voz, también me sumé. El abuelo a mi costado sonrió con los ojos, invitándome al espectáculo.
Pero era el momento de bajarme, pesándome en extremo interrumpir la magia. Haciendo alarde de galantería, mis compañeros de asiento hicieron espacio para que me bajara. Una vez en la calle, miré el taxi alejarse todavía con una enorme alegría. Y no es para menos.
Porque fue el mejor concierto al que he ido en mi vida.
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