Era el primer año de universidad, y todo lo que eso conlleva. Conocer gente nueva, horarios inauditos y la vaga idea de que el futuro debía comenzar a definirse. Tratándose de una casa de estudios ubicada en uno de los extremos del país, llamaba la atención que en nuestro curso abundaran los recién llegados. Desde el norte, el centro y el sur acudieron jóvenes con variopintos intereses, formando un grupo vivo, entusiasta, con poco presupuesto y hambriento.Muchos jamás habían puesto antes un pie en mi ciudad, por lo que recibieron numerosas visitas guiadas. Desde los restaurantes más económicos del pueblo hasta las botillerias clandestinas, pasando por las numerosas playas. Les mostramos el centro de la ciudad, nos reímos ante su incredulidad cuando les dijimos que, simplemente, en estas tierras no se conoce la lluvia y les advertimos que el comercio cierra a las dos de la tarde y se abre a las seis, porque con este clima no hay razón para trabajar todo el día.
Justamente, durante una de estas visitas pasadas, caminábamos en grupo de camino al centro. De pronto, uno de mis compañeros abrió desmesuradamente los ojos, y se detuvo olfateando con las mismas ansias que un bañista semi ahogado finalmente respira. "¡Oye, qué...?", decía, sin parar de buscar con todos sus sentidos.
No hiló frases, prestando atención sólo a su nariz. Fruncía el ceño con expresión de sorpresa mientras balbuceada. Intercambiamos miradas con mis amigos, tan perplejos como él.
-¿Es por los mangos?, preguntó una de mis compañeras, tratando de adivinar.
-¿Mangos?
Entonces caímos en cuenta: Pasábamos junto a un pequeño carro de frutas. Lo habíamos visto, claro. El vendedor avanzaba en sentido contrario, pedaleando cansado.
-¿Así huelen?, insistió mi amigo.
Y nuevamente, una verdad se apareció ante nosotros. Mi buen amigo, proveniente también de un pueblo costero, ubicado en el otro extremo del país, no conocía los mangos. Había visto la fruta en la televisión. Incluso sabía su nombre. Pero nunca había estado en presencia de uno, por ende, el aroma dulce y embriagador del carrito lo pilló totalmente desprevenido.
A la mañana siguiente, quien descubrió la razón para tal frenesí callejero, llegó a clases con una enorme sonrisa y un bulto misterioso.
-Te traje algo
Le dijo a mi compañero, mientras se lo entregaba y tomábamos asiento. Era el mango más grande, fragante y bello que he visto. La clase comenzó y, con una sonrisa iluminada, mi neófito amigo guardó el tesoro en su mochila. Aún recuerdo su expresión maravillada: Era como si tuviera las llaves del paraíso entre sus cuadernos y fotocopias. Puso la mochila en sus piernas, y no tomó apuntes, pues estuvo muy ocupado sumergiendo su nariz a cada momento. Ese día ciertamente no era el indicado para recordar mucho sobre tendencias literarias, filosofía o literatura y cultura clásica.
Mi amigo se marchó a casa con su tesoro. Jamás había presenciado la primera vez de alguien frente a una fruta, pero el recuerdo me acompaña hasta hoy.
Y supongo que mi amigo disfrutó aún más su primer bocado de mango. Pero son suposiciones. Después de todo, también me parece justo que tuviera algo de privacidad.
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