El mundo está lleno de desgracias de todos los tamaños. Desde las más pequeñas hasta las inconmensurables, como si, en caso de necesitar alguna, el dios de los desastres temiera quedarse sin variedad. Sin embargo, entre toda esa nube negra, la más nímia de todas ellas provoca una reacción colectiva que siempre llamó mi atención.
Situémonos en un cóctel, un vino de honor, una degustación, una pequeña y bonita "convivencia", con abundantes - o muy pocos- bocadillos, algunas alternativas para beber, un fauna de comensales dispuestos a Dios sabe qué para conseguir uno de los pequeños tentempiés. Hay ruidos, gente, pasos, risas, una conversación más apartada. Hay competencias por los canapés, personas buscando más jugo, otros pidiendo el azucarero y bocados a medio comer surgen espontáneamente sobre la mesa. Es un universo variado, ruidoso y breve.
Pero entre quienes arrojan con desprecio las aceitunas amorosamente cortadas y aquellos que buscan aperarse de un buen contingente de comida para ir en auxilio de los desafortunados que quedaron apartados de la mesa, un sonido inconfundible trastoca la dimensión de la mesa del coffee break.
Un vaso se quiebra y se desata un fenómeno particular, donde todo lo que alcanzan las ondas de ruido parece caer bajo un hechizo.
Las risas y conversaciones se apagan, se detiene la búsqueda de platos nuevos, las cabezas se giran con velocidad y, en resumidas cuentas, el tiempo se detiene. Por un segundo, lo que une a los comensales es más fuerte que cada una de sus diferencias. ¿Por qué los oídos se agudizan? ¿Por qué de pronto la vajilla se convierte en algo casi sagrado que ha sido profanado?
Quien dice que hoy ya nada nos conmueve, ciertamente jamás ha prestado atención a la reacción coreográfica desatada por una bandeja estrellándose contra el suelo.
Luego del silencio, comienzan las exclamaciones. Primero un sonido parecido a un grito ahogado. Luego, las mágicas palabra que dan por superada la catástrofe. La primera vez que escuché decir "Alegría, alegría" en un tono jovial luego del escándalo provocado por un vaso suicida, se sentí confusa, pero rodeada de poesía.
Entonces comencé a coleccionar expresiones que alivian el silencio insondable que reina luego de un plato quebrado. "Alegria, alegría". "No es cumpleaños si no hay un vaso quebrado"."Esta buena la fiesta".
Recuerdo con especial cariño la estrepitosa caída de una olla con salsa bolognesa. Una delegación de jóvenes entusiastas, de la cual formaba parte, necesitaba fondos para una noble causa. La antediluviana idea de vender "platos únicos" fue adoptada por unanimidad.
Ya puestos a trabajar, la cocina era un festivo revoltijo de serviciales ayudantes, con dos o tres señoras dirigiendo el buque con mano de hierro, risotadas y música. La labor estaba casi concluida, y de pronto, el horror.
El mundo se detuvo, las conversaciones cayeron a un abismo de incredulidad y podría jurar que la música se apagó por si sola. Fue un minuto de intercambiar miradas estupefactas.
Una de las mujeres caminó con parsimonia hasta el infortunado recipiente, que no dejaba de sangrar salsa. Levantó las manos y haciendo el gesto universal de "conservemos la calma"
-Ya, bueno. Más se perdió en la guerra.
Fue la llave mágica que volvió el tiempo a su lugar. La radio se volvió a encender. Las conversaciones se retomaron con nuevos temas, un proactivo ayudante encontró un trapeador y se hicieron las reconstrucciones de escenas pertinentes.
El mundo no deja de girar, salvo por algunas tragedias. Una olla con salsa bolognesa cayendo al suelo, por ejemplo. Pero, a la larga, la vida sigue su curso y el mundo vuelve a girar...aunque deba hacerlo cambiando el menú de "fideos a la bolognesa" por "fideos con huevo y mantequilla".
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