Sépase que vivo en una ciudad con aires de pueblito pequeño, donde todos se conocen y el calor suele ser, al menos para mi, infernal. Habito, además, en un país en el que, honestamente, la comida no se considera de exportación, contrario a los vinos, que corren por un carril aparte. Y la fruta, que es otro carril, aún más lejano. Recordemos que a un costado tenemos a ese Goliat de la gastronomía, Perú. En fin: pueblo costero con aires de Macondo, un clima envidiable -si tienes la posibilidad de pasarte en la playa todo el día- y la sensación de que, al final del día, el país no se preocupa mucho por la tierra que te vio nacer.
No digo que yo lo sienta así, pero me imagino que es lo que sueles pensar si tus compatriotas más cercanos te quedan a 4 horas de viaje, mientras que el país vecino requiere, como mucho, 40 minutos en auto. Finalmente, todos estos factores desembocan en un fanatismo enceguecido por la ciudad en la que naciste. Rescatamos todo lo que tenga gusto a gloria, a reconocimiento. Que la batalla más corta del mundo, que las momias más antiguas del mundo, el desierto más seco, que Eiffel vino personalmente a ponernos una catedral y un montón de edificios, el lago a mayor altura, que todos, TODOS nos sabemos el himno local...todo sirve para ganar medallas.
Y en esa vorágine de identidad, un invento humilde se convierte en estandarte. Que si yo digo una masita dulce que en su interior lleva queso y salchichas, atravesada por un palito de madera, no suena comprensible. Si yo digo yogui, quizás suene algo más comercial. No dejaré volar mi imaginación explicando al lector la historia de este baluarte de nuestra pequeña ciudad, una de las pocas que todavía no tiene un mall, detalle nimio para muchos, desgarro de ropajes para otros. Los carritos con yoguis simplemente están. Por menos de un dólar se consiguen en casi cualquier calle.
A veces sofisiticados, con pulpo en lugar de salchichas. Exóticos, con la acidez de la piña revolcándose coqueta entre el queso y su más tradicional compañera. Patriotas, con merkén decorando su masa. Hay miles de combinaciones. Todas hablan de las ganas de mostrarse y estar.
Recuerdo que, hace ya varios años, una blasfema mostró un invento similar en la capital del país. contó que la única vez que vio algo parecido fue en nuestra tierra. Sin ningún miramiento, describió una mezcla tan horrible, que tuvo arcadas y la arrojó a un basurero a la mínima oportunidad. Mientras una revista de papel couché alababa su emprendimiento, miles de voces aullaron heridas por el atrevimiento. "¿Qué se cree esta niña? ¿Que sabe de nosotros, de nuestras tradiciones? ¿Por qué cree que sabe de lo que está hablando? No tiene nada, ¡nada!", clamaron al unísono.
A veces salgo de la oficina, y tras pocos pasos, me encuentro uno de estos carritos. Son pequeños, todos tienen la misma máquina. Algunos te preguntan si quieres conservar el excedente de la masa cocida, que puede aumentar considerablemente la superficie del producto, mas no su volumen. Siempre lo acepto.
Me subí a la micro, y le di entusiastas mordidas. La masa, aunque aceitosa en esa oportunidad, regaló sutilmente su dulzura. Los dos trozos de salchicha, mustiamente se envolvían en algo de queso. He probado mejores, claro. Pero cuando parta, sé que atesoraré el sabor del último yogui que probé, sin ningún miramiento. Porque ya lo he vivido: Cuando Goliat me tuvo en su seno, durante largos y agradables meses, probé todas las delicias que tenía para ofrecer. Pero cuando la nostalgia invadía, ni sus mejores manjares podían igualar al más humilde de los míos.
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