Día martes en la oficina y un dolor de cabeza que se retuerce como un gusano en la mitad de mi cráneo -suele dolerme un sólo lado,odioso regalo de la predisposición genética a la jaqueca-. Los constantes sonidos, propios de cualquier oficina, perforan, empujan y hacen latir mis sesos. Es un cuento de terror en la jornada laboral.
Uno, dos, tres vasos de agua. Gente que entra y sale. Un ángel rubio a la fuerza, con rostro ceñudo y ojos muy maquillados de un estridente calipso, traspasa las fronteras que separan la oficina de la calle. Suele estar molesto y apurado. Con cierta brusquedad, me dice, casi en secreto, que tiene ave mayo, pan con palta y dulces para el desayuno. El cerebro deja de prestar atención al dolor para enfocarse en abrir desmesuradamente los ojos y arrebatarle de las manos una marraqueta con pollo y mayonesa. El ángel recibe su paga y se marcha, un tanto menos ceñudo ante la transacción.
Envuelto en una servilleta, que convenientemente puede dividirse en dos, al igual que el pan, se encuentra el humilde ave mayo. Resisto la tentación de herirlo a bocados sin algo que beber, así que feliz, voy a buscar agua. Dos pasos y me doy cuenta que mi vaso sigue sobre el escritorio, pues en su lugar me llevé el celular. Recupero mi vaso, lo lleno y vuelvo a mi sitio. El ave mayo me espera impaciente.
Al primer mordisco, la marraqueta muestra su fortaleza de espíritu. Tiene una corteza tan dura que casi lastima mi paladar. Pero el hambre puede más. El pan no tiene miga, pero la mezcla fría de la carne de ave, posiblemente pasada por la licuadora, junto a la mayonesa, ocupa parte de su lugar. El exceso de aire provoca que parte de la pasta insista en escapar. Se niega a ser parte del pan y a ser devorada, así que discretamente procura arrancarse servilleta abajo. Pero yo soy más rápida, y en un segundo entra a donde debe estar: mi hambriento cuerpo.
Terminó la primera batalla contra la marraqueta, pero soy inclemente y en menos de un segundo, ya comienzo a engullir la segunda mitad. Alguien se acerca a la puerta, obligándome a esconder el pan bajo el escritorio con un rápido movimiento de la mano. Nadie me dijo que estaba mal comer, y bajo ninguna circunstancia comer debería ser algo que requiera ocultarse con reflejos veloces, pero es lo que instintivamente hago.
El ave mayo se acabó. Sólo quedan dos servilletas comprimidas al extremo como mudos testigos del festín. El vaso vacío no se preocupa, será llenado y vaciado incontables veces durante la jornada. El dolor de cabeza, tímidamente, comienza a retornar a su lugar. Pero ya con menos fuerza. Debe ser que todavía está saboreando el pan de aire, pollo y mayo.
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