martes, 13 de enero de 2015

El pan solo

Hace un par de días, pasaba por el supermercado. En medio del templo de ingredientes que permiten las más gloriosas preparaciones, una visión nostálgica y desoladora monopolizó toda mi atención, hazaña ya de por sí admirable.
Agazapada entre un mar de pies indolentes, una hallulla solitaria se encontraba en medio del pasillo, alejada de todos sus pares. Ni la humilde marraqueta, ni la estirada baguette, ni siquiera un estrafalario croissant, mucho menos una recia rebanada de ese pan con forma de diamante cuyo nombre, al menos para mí, permanece en el misterio, le hacían compañía. En el suelo, cerca de las canastas donde impacientemente esperan al público, migas de diversa procedencia daban testimonio de la impúdica selección a la que los panes se someten jornada tras jornada.
Pero esta hallulla era distinta. Completamente sola, en medio de un pasillo que sabía más de fideos de todo tipo y de promociones de salsa de tomates que de tecitos y desayunos, su ensimismada presencia estaba lejos de ser un grito desesperado. ¿Qué será de esos panes que quedan abandonados a su suerte? ¿De aquellos cuyo exceso de miga, o falta de ella, de esos muy quemados, muy blancos, chuecos, muy grandes y muy pequeños, que se quedan en la canasta? ¿Tendrán todos la misma dignidad que aquel pan, que con nostalgia no desprovista de entereza, aguardaba llegar al basurero?
Todo pan, cuando sale del horno, espera un futuro prometedor. Tal vez un poco de mantequilla. Algunos soñarán con ser untados en mermelada. Los más aventureros quizás quisieran ser rellenados con atún con cebolla y ser devorados en alguna playa, mientras, felices y llenos de arena, miran con harinosos ojos la puesta de sol.Otros, amantes de la buena mesa y las tradiciones chilenas, quizás aspiran a acompañar una sopa. Pero no este pan. Ni mantequilla, ni mermelada, ni palta estaban escritos en su destino. Para él, el revivir en forma de un budín de pan con pasas y manjar en la cubierta era un sueño lejano. Qué decir de ser mojado, envuelto en una lechuga y puesto en el horno para ablandar su corazón. Nada. Endurecida ya su corteza, coartados sus sueños de ser la estrella de la hora del té, alejado incluso de los desafortunados que de la canasta fueron a dar al suelo, este pan ya no sentía tristeza. No había angustia en su mirada redonda. Ya ni siquiera perdía tiempo aferrándose a esperanzas vanas. En su mente no se mantenían ilusiones de algún niño que, sin prejuicio, lo cogiera desde el frío suelo y se lo comiese con gusto.
Porque allí, en el piso, lejos de los suyos, rodeado de indiferencia y lleno de nostalgia, ese pan era la soledad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario