Gustavo llegó a la posada movido
por la aventura. Era de esos locales solitarios, donde el menú y las porciones
dependen del estado de ánimo de los dueños. Pidió una empanada de queso camarón
y un té, que estaba demasiado dulce.
Mientras agradecía infinitamente la temperatura del queso derretido, Ulises, el
dueño del lugar, tomó sus huevos revueltos, su taza de latón humeante y decidió que habiendo otro comensal,
no había razón para comer solo.
Gustavo, pese a todo, era un
apasionado de las buenas historias. Y Ulises tenía muchas. Contó aventuras increíbles,
de esas que sólo tienen los pescadores viejos y curtidos. La expresión atenta
del cabro era sincera, así que la retribuyó con toda la comida y los relatos
que la tarde aguantara.
-Sabe qué pasa, es que hay mucho
marino que es gato. Y son muy buenos gatos, pero yo llevo 48 años siendo ratón-
comentó entre relatos.
La hora de irse los encontró. Gustavo,
el gato, había reconocido el sabor de lo prohibido en cuanto lo probó. Gustavo,
el comensal, se despidió con un apretón de manos y salió del lugar con el estómago lleno, una tímida sonrisa y una historia que no hacía
falta contar.
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