miércoles, 10 de junio de 2015

Déjeme la jarra

Llevo un par de meses sin escribir, mientras nadaba en el mundo de la cesantía, el acabose existencial, entrevistas de trabajos, nuevas labores y un millar de cosas. Pero no dejé de comer, por supuesto.
Durante la temporada de zozobra emocional, puedo contar muy poco. ¿Qué hice durante esas dos semanas? No mucho. Recuerdo un vago intento por ordenar mi cuarto. Vi películas que ya puedo recitar de memoria, escena por escena. Fui a un par de clases, más por hacer algo que por una necesidad imperiosa de aprender. Y comí.
No comí nada memorable. De echo, no tenía ganas de comer. Primera señal inequívoca de que algo no anda bien. Por mi mente dejaron de pasar esas imágenes cotidianas de sushis, pollo con papas fritas, ensaladas de fruta, verduras salteadas, quesos variados, tartaletas, duraznos con crema, comida china, fetuccini alfredo, tostadas con palta, postres helados y todo el desfile de preparaciones que constantemente se aloja en mi cabeza.
Y por más que lo intentaba, no llegaban a mi. Como si cada una de mis papilas gustativas se negara a sentir algo más que apatía. La falta de antojos se considera un síntoma grave. En mi caso, alarmante.
Pero el agua pasó bajo el puente y antes de cumplir 10 días en lo que los españoles llaman "en paro", ya tenía un nuevo escritorio y un régimen horario bastante exótico. No cuento, claro, con los medios para satisfacer todos los irrefrenables llamados del estómago, pero los vaivenes emocionales han desaparecido.
Pero como la sabiduría augura, ninguna desgracia viene sola. Luego de cumplirse una semana de mi estado anímico vegetativo, uno de mis restaurantes favoritos, cercano a casa y económico, cerro intempestivamente. Dejaron las sillas, la televisión y los computadores intactos y hasta un par de boletas sobre el mesón. No supimos cuándo pasó. Sólo que ya no volverían. 
Otro revés emocional. Un restaurant cerrado es un amigo que se marcha. Ha pasado más de un mes y ninguna explicación. ¿Dónde se fue la mesera que se acercaba sonriente y preguntaba si quería lo de siempre, que nos avisaba de las nuevas preparaciones, conocía mis salsas favoritas e incluso se quejaba de los otros clientes si estos no correspondían su simpatía? Quizás la última parte no era muy profesional, pero sus muecas siempre me hacían reir.
Además...¿Dónde están mis salsas de cilantro, maracuyá y olivo? La primera tenía un bonito color verde pistacho, que siempre me hacía pensar en un cuarto fresco y ordenado. La de maracuyá era semi transparente. Al comienzo no filtraban las pepitas, pero su dulzura acompañaba maravillosamente casi cualquier platillo. Y mi salsa de olivo tenía el gusto a uno de los frutos que mejor se dan en mi tierra, la aceituna, pero sin ser empalagosa. 
Pese a que tengo la necesidad de probar cosas nuevas, también me gustan los rituales. Íbamos casi siempre a la misma hora. Y siempre tenían puesta la misma telenovela. Me llegué a encariñar con los personajes, aunque jamás conocí su destino, pues mi restaurant cerró dos semanas antes de que el amor triunfara sobre todo.
Y, cual amante despechada, me lancé a la búsqueda de nuevos locales de su tipo. Hay tres cerca de casa. Pero...no. No tienen salsa de cilantro, maracuyá ni olivo. El mesero no sonríe,  las mesas están muy juntas, o casi nunca tienen pulpo entre las preparaciones. Dios, cómo extraño unos buenos cortes de pulpo.
Y así, el tiempo ha pasado. La cesantia dejó de ser un fantasma hace ya mucho, pero sigo sin un lugar para celebrar su retirada, que esté cerca de casa, sea económico y que tenga a una mesera confianzuda y encantadora.
Por eso a veces, voy a mi juguería de siempre, donde los meseros escriben tu pedido en láminas de vidrio, y pido una malteada de frutilla con plátano, o un plátano alegre. Y les pido que me dejen la jarra, porque hay muchos recuerdos por los cuales firmar.



No hay comentarios:

Publicar un comentario