Mamá, papá...tengo algo que decirles. Sé que un blog no es quizás la mejor manera. Existen muchas formas de ser sincero, pero yo he optado por la más cobarde. Pero no puede ser de otra manera. Lo he callado demasiado tiempo. Lo he ocultado, aún cuando quisiera gritarlo.
Me ocurre desde hace tiempo. No sé cómo inició todo. Tal vez en el colegio, mientras intentaba prestar atención en clases, enfundada en ese horrible uniforme color beterraga. Tal vez en la universidad, cuando me salpiqué de todos los colores, también horriblemente.
Mamá, papá...sé que no es lo que quisieran para mí. Que puede ser decepcionante, pero es algo que intento ocultar y no siempre lo logro. Es difícil. A veces incluso las fotografías me delatan. Y yo pruebo truco tras truco, buscando por aquí y por allá formas de disimularlo. Pero es más fuerte que yo.
Quisiera que supieran qué día tras día, estoy bombardeada por todos los flancos. Que la sociedad me grita que sea diferente. Que me esconda, me agazape, que disimule lo que me ocurre. Cada anuncio, cada programa, cada fotografía intenta forzarme a ser como ellos. Yo no puedo.Tal vez nací mal. Quizás soy un error.
Les juro que intentaré cambiar. Cada año me lo propongo, con tal de cumplir como hija, como hermana mayor, como novia, como estudiante, periodista, amiga, mujer, ser humano...pero es una carga muy pesada. Cuando cae la noche, me encuentra pensando cómo mejorar, como sacarme esto tan grande que me inunda y no me deja ser como el mundo dicta que sea.
Mamá, papá...tengo celulitis. Por favor, perdónenme. Pero si me aman, sé que al final me aceptarán como soy.
martes, 27 de enero de 2015
viernes, 23 de enero de 2015
Llevar la identidad atravesada
Sépase que vivo en una ciudad con aires de pueblito pequeño, donde todos se conocen y el calor suele ser, al menos para mi, infernal. Habito, además, en un país en el que, honestamente, la comida no se considera de exportación, contrario a los vinos, que corren por un carril aparte. Y la fruta, que es otro carril, aún más lejano. Recordemos que a un costado tenemos a ese Goliat de la gastronomía, Perú. En fin: pueblo costero con aires de Macondo, un clima envidiable -si tienes la posibilidad de pasarte en la playa todo el día- y la sensación de que, al final del día, el país no se preocupa mucho por la tierra que te vio nacer.
No digo que yo lo sienta así, pero me imagino que es lo que sueles pensar si tus compatriotas más cercanos te quedan a 4 horas de viaje, mientras que el país vecino requiere, como mucho, 40 minutos en auto. Finalmente, todos estos factores desembocan en un fanatismo enceguecido por la ciudad en la que naciste. Rescatamos todo lo que tenga gusto a gloria, a reconocimiento. Que la batalla más corta del mundo, que las momias más antiguas del mundo, el desierto más seco, que Eiffel vino personalmente a ponernos una catedral y un montón de edificios, el lago a mayor altura, que todos, TODOS nos sabemos el himno local...todo sirve para ganar medallas.
Y en esa vorágine de identidad, un invento humilde se convierte en estandarte. Que si yo digo una masita dulce que en su interior lleva queso y salchichas, atravesada por un palito de madera, no suena comprensible. Si yo digo yogui, quizás suene algo más comercial. No dejaré volar mi imaginación explicando al lector la historia de este baluarte de nuestra pequeña ciudad, una de las pocas que todavía no tiene un mall, detalle nimio para muchos, desgarro de ropajes para otros. Los carritos con yoguis simplemente están. Por menos de un dólar se consiguen en casi cualquier calle.
A veces sofisiticados, con pulpo en lugar de salchichas. Exóticos, con la acidez de la piña revolcándose coqueta entre el queso y su más tradicional compañera. Patriotas, con merkén decorando su masa. Hay miles de combinaciones. Todas hablan de las ganas de mostrarse y estar.
Recuerdo que, hace ya varios años, una blasfema mostró un invento similar en la capital del país. contó que la única vez que vio algo parecido fue en nuestra tierra. Sin ningún miramiento, describió una mezcla tan horrible, que tuvo arcadas y la arrojó a un basurero a la mínima oportunidad. Mientras una revista de papel couché alababa su emprendimiento, miles de voces aullaron heridas por el atrevimiento. "¿Qué se cree esta niña? ¿Que sabe de nosotros, de nuestras tradiciones? ¿Por qué cree que sabe de lo que está hablando? No tiene nada, ¡nada!", clamaron al unísono.
A veces salgo de la oficina, y tras pocos pasos, me encuentro uno de estos carritos. Son pequeños, todos tienen la misma máquina. Algunos te preguntan si quieres conservar el excedente de la masa cocida, que puede aumentar considerablemente la superficie del producto, mas no su volumen. Siempre lo acepto.
Me subí a la micro, y le di entusiastas mordidas. La masa, aunque aceitosa en esa oportunidad, regaló sutilmente su dulzura. Los dos trozos de salchicha, mustiamente se envolvían en algo de queso. He probado mejores, claro. Pero cuando parta, sé que atesoraré el sabor del último yogui que probé, sin ningún miramiento. Porque ya lo he vivido: Cuando Goliat me tuvo en su seno, durante largos y agradables meses, probé todas las delicias que tenía para ofrecer. Pero cuando la nostalgia invadía, ni sus mejores manjares podían igualar al más humilde de los míos.
No digo que yo lo sienta así, pero me imagino que es lo que sueles pensar si tus compatriotas más cercanos te quedan a 4 horas de viaje, mientras que el país vecino requiere, como mucho, 40 minutos en auto. Finalmente, todos estos factores desembocan en un fanatismo enceguecido por la ciudad en la que naciste. Rescatamos todo lo que tenga gusto a gloria, a reconocimiento. Que la batalla más corta del mundo, que las momias más antiguas del mundo, el desierto más seco, que Eiffel vino personalmente a ponernos una catedral y un montón de edificios, el lago a mayor altura, que todos, TODOS nos sabemos el himno local...todo sirve para ganar medallas.
Y en esa vorágine de identidad, un invento humilde se convierte en estandarte. Que si yo digo una masita dulce que en su interior lleva queso y salchichas, atravesada por un palito de madera, no suena comprensible. Si yo digo yogui, quizás suene algo más comercial. No dejaré volar mi imaginación explicando al lector la historia de este baluarte de nuestra pequeña ciudad, una de las pocas que todavía no tiene un mall, detalle nimio para muchos, desgarro de ropajes para otros. Los carritos con yoguis simplemente están. Por menos de un dólar se consiguen en casi cualquier calle.
A veces sofisiticados, con pulpo en lugar de salchichas. Exóticos, con la acidez de la piña revolcándose coqueta entre el queso y su más tradicional compañera. Patriotas, con merkén decorando su masa. Hay miles de combinaciones. Todas hablan de las ganas de mostrarse y estar.
Recuerdo que, hace ya varios años, una blasfema mostró un invento similar en la capital del país. contó que la única vez que vio algo parecido fue en nuestra tierra. Sin ningún miramiento, describió una mezcla tan horrible, que tuvo arcadas y la arrojó a un basurero a la mínima oportunidad. Mientras una revista de papel couché alababa su emprendimiento, miles de voces aullaron heridas por el atrevimiento. "¿Qué se cree esta niña? ¿Que sabe de nosotros, de nuestras tradiciones? ¿Por qué cree que sabe de lo que está hablando? No tiene nada, ¡nada!", clamaron al unísono.
A veces salgo de la oficina, y tras pocos pasos, me encuentro uno de estos carritos. Son pequeños, todos tienen la misma máquina. Algunos te preguntan si quieres conservar el excedente de la masa cocida, que puede aumentar considerablemente la superficie del producto, mas no su volumen. Siempre lo acepto.
Me subí a la micro, y le di entusiastas mordidas. La masa, aunque aceitosa en esa oportunidad, regaló sutilmente su dulzura. Los dos trozos de salchicha, mustiamente se envolvían en algo de queso. He probado mejores, claro. Pero cuando parta, sé que atesoraré el sabor del último yogui que probé, sin ningún miramiento. Porque ya lo he vivido: Cuando Goliat me tuvo en su seno, durante largos y agradables meses, probé todas las delicias que tenía para ofrecer. Pero cuando la nostalgia invadía, ni sus mejores manjares podían igualar al más humilde de los míos.
miércoles, 14 de enero de 2015
Un zorro muy astuto y unos choclos deliciosos
Este cuento no pasó hace mucho tiempo y
menos en un reino muy lejano. Fue el martes de la semana pasada. Y el reino
tampoco queda muy lejos, sino en un pueblo de la región del Bio Bio, llamado
Yumbel. Y por supuesto, no tiene príncipes, reyes ni brujas. Pero tiene
un zorro, una alpaca y una gatita y unos choclos deliciosos.
La historia partió hace varias semanas,
cuando un zorro astuto, aventurero y muy malo para las matemáticas llegó hasta
el pueblito. Su intención era quedarse algunos días, pasear por el campo, nadar
por el río y comerse una que otra gallina despistada. Las gallinas no eran su
prioridad, pero ningún zorro que se respete dejaría pasar una oportunidad como
esa. Y este zorro se respetaba mucho.
Los días para el zorro fueron muy
tranquilos. El clima era agradable, porque aún quedaban restos del verano en el
cielo. Se bañó en el río, jugó a perseguir abejas y pudo visitar ir al Salto
del Laja, donde asustó a algunos peces, pero no se comió ninguno. Encontró una
chupalla olvidada y decidió llevársela como un recuerdo de los días tan bonitos
que vivió en ese lugar.
Incluso pudo ver algunas personas,
pero su abuelito, que también era astuto, aventurero y malo para las
matemáticas, le advirtió que era mejor no acercarse mucho. “Las personas son
muy extrañas. Hacen cosas que no tienen explicación para nosotros. Trata de no
acercarte mucho cuando las veas, porque algunas son muy buenas, pero otras
hacen cosas terribles con los zorritos que se muestran ante ellos”, le dijo más
de una vez. Luego contaba historias verdaderamente terroríficas sobre personas
que se vestían con pieles de otros animales. El zorro trataba de no pensar
mucho en eso. Después de todo, se puede ser aventurero sin tener que acordarse
a cada rato de las historias de terror.
El zorro ya estaba preparando su
partida. Los días en Yumbel le gustaron mucho, pero ya tenía que irse a su
pueblo. No sabía por cuánto tiempo había estado en ese lugar (no sabía porque
era muy malo para las matemáticas, así que no contaba cuanto tiempo se quedaba
en los lugares que visitaba). Salió del lugar llevándose la chupalla y unas
uvas para el camino que sacó de una feria.
El camino sería largo, y el zorro supo que
le daría mucha hambre. Las uvas le gustaban mucho, pero necesitaba algo más
para que se mantuviera fuerte. Se sintió un poco triste, porque no llevaba
gallinas para el viaje. Entonces decidió sentarse un momento a pensar cómo
podía solucionar su problema. Pensó y pensó tanto que se quedó dormido al lado
del camino.
Se despertó cuando escuchó la voz más
bonita que podía existir en el mundo. Alguien iba conversando tranquilamente.
Como soñando, porque le costaba mucho despertarse del todo, vio una criatura
fantástica acercarse. Era mucho más grande que él, blanca y esponjosa como una
nube. Tenía un bolsito cuadrado y colorido a un costado y caminaba lenta y
elegantemente.
El zorro no lo podía creer. Nunca había
visto a una criatura así. Y eso que él era muy astuto y muy aventurero. También
era muy malo para las matemáticas, pero eso no le servía para explicar qué era
esa criatura tan bonita y tan extraña. ¿Por qué era esponjosa como una nube? ¿Y
qué tenía en ese bolso tan colorido y pequeño, con pompones alrededor?
¿Era un caballo despistado? Además, ¿Por qué iría con una gatita a su espalda y
le conversaría sobre choclos?
¿Choclos? Volvió a preguntarse el zorro.
Se dio cuenta de que la criatura esponjosa estaba hablándole a la gatita sobre
comida. Y él se moría de hambre. “Tal vez el bolso de colores tenga comida.
Esperaré a que se duerman, le sacaré un poquito de choclos y me iré sin que se
den cuenta”, se dijo el zorro.
Claro que le daba un poco de miedo que
la extraña criatura escupiera fuego, o tal vez que comiera zorros. Quizás fuera
un fantasma amigo de los gatos. Eso lo tranquilizó un poco, porque los zorros y
los gatos son muy buenos amigos, aunque muy poca gente lo sabe.
Las siguió hasta que se hizo de noche.
No se atrevía acercarse mucho y no podía escuchar de qué conversaban. Esperó,
con mucha paciencia, a que se quedaran dormidas. Apenas vio su oportunidad, en
completo silencio, se acercó hasta el bolso pequeño y colorido. “Sólo un
poquito de comida. Luego podré visitar otro pueblo. Si me muevo despacio, no se
despertarán. Me marcharé tan rápido que no se darán cuenta de lo que pasó. Y
les sacaré muy poquita comida. Y cuando por fin llegue a casa, le contaré a mi
abuelo cómo le saqué algunos choclos a un animal que parecía nube. ¡Ja!, una
nube. Es muy gracioso”, pensaba, mientras se reía para sus adentros. O al menos
eso pensó, porque se rió de verdad y no precisamente despacio.
La gatita, blanca con negro y con una
campanita rosada en el cuello lo miró perpleja. El zorro la miró también. La
criatura esponjosa despertó y miró al zorro. Pasaban y pasaban los minutos y
nadie decía nada. El zorro se preguntó si el animal esponjoso y de voz dulce
escupiría fuego.
El animal abrió la boca. El zorro se
tapó la cara con sus patitas delanteras. Estaba preparado para lo peor. Y
entonces ocurrió. La voz más bonita que había escuchado en su vida comenzó a
sonar.
“Es algo muy poco amable de tu parte el
querer sacarme hojitas de coca mientas que Mery y yo estamos durmiendo. Si
quisieras algunas, sólo tendrías que pedirlas. Y además de ser muy poco amable,
te ríes muy fuerte. Dime zorrito, ¿Por qué harías algo así?”, le preguntó.
De pronto, al zorro le dio mucha pena.
No estaba muy seguro si estaba triste porque tenía hambre, porque lo habían
descubierto a punto de robar algo para comer o si en realidad se sentía mal
porque el animal esponjoso había sido tan amable, incluso a pesar de que
intentó sacar algunas cosas de su bolsito.
Quiso disculparse, pero pensó que no
sería muy educado tratar a la criatura como fantasma esponjoso. Así que
simplemente la miró con mucha pena.
La gatita blanca con negro se acercó y
dulcemente tocó al zorro con su patita. Ronroneó un poco, se estiró y se
acomodó a su lado, cerrando los ojos. El zorro se sintió mucho mejor.
“Si Mery piensa que eres un buen zorro,
aunque hayas tratado de quitarme mis hojitas de coca, entonces tal vez no seas
peligroso. Pero cuéntame. ¿Las quieres porque te duele la guatita?”, preguntó
el fantasma esponjoso que, por lo visto, no escupía fuego.
El zorro, además de tener la guatita
apretada por los nervios y que le rugía de hambre, no sentía ningún dolor. Así
que, muy tímidamente, contestó. Explicó, muy avergonzado, que tenía mucha
hambre y que quería sacar algunos choclos. Poquitos, como para poder comer
durante el camino. Pero que le daba miedo pedírselos. “Eres un animal muy
grande, como una nube esponjosa. Pero quizás te enojes y me escupas fuego… ¿Tu
escupes fuego?”, preguntó finalmente el astuto zorro, reuniendo todo su valor.
El fantasma esponjoso y la gatita
llamada Mery se rieron un buen rato. “Soy una alpaca, vengo del norte. Y te
aseguro que no escupo fuego, pequeño zorrito. Si tienes hambre, te propongo un
trato. Ayúdanos a cocinar y podrás comer unas deliciosas humitas, ¿te parece?”,
preguntó la alpaca, eliminando el poquito de susto que le quedaba aún al
travieso zorro, que aceptó ayudar muy contento. Siempre y cuando no tuviera que
contar mucho. Ni sumar, restar, multiplicar o dividir. Era muy malo para las
matemáticas.
Lo primero que le encargó la alpaca era
que sacara las hojas de los choclos, con mucho cuidado y sin romperlas. El
zorro lo hizo muy entusiasmado. La verdad es que le encantaban las humitas,
aunque sólo las había probado una vez, cuando su tía Jimenita llevó algunas
para su casa.
Todos trabajaban alegremente en preparar
la deliciosa comida. Todos excepto Mery, que ronroneaba y se acomodaba
plácidamente entre ellos. Pero eso no le preocupó al zorro. Después de todos,
es un hecho de la naturaleza el que los gatos no son muy buenos cocineros, pero
si unos excelentes acompañantes y buenísimos jugando ajedrez. Pero esa es otra
historia.
Cuando las hojas de choclo estuvieron
listas, la alpaca, que era mucho más cuidadosa, las puso en agua caliente. “Así
va a estar más blanditas y podremos darles formas de humitas. Pero nunca lo
hagas solo, zorrito. Deja que un grande te ayude si te puedes quemar”, le dijo.
Claramente, la alpaca era la más grande de los tres, así que el zorro le hizo
caso.
Luego le pidió al zorro que le ayudara a
lavar muy bien los choclos. Tenían que sacarles todos los pelitos. Encontraron
un gusano en uno de ellos, y lo pusieron en una hojita para que siguiera su
camino.
La alpaca molió los granos amarillos en
partes diminutas, junto con esas hojas verdes de olor tan rico, la albahaca.
Mientras él separaba las hojitas, veía
como la alpaca se puso a llorar gruesas lágrimas. El zorro pensó que era un
animal demasiado sensible, pero era su nueva amiga y algo tenía que hacer.
“No estés triste, alpaca. A la cebolla
no le duele que la cortes. Ella puede entender que la tengas que cortar para
que podamos hacer las humitas…” le decía a su amiga alpaca. Pero, sin saber por
qué, a él también comenzaron a caerle lágrimas.
La alpaca sonrió, pero seguía llorando.
“Lo que pasa, zorrito, es que las cebollas siempre hacen llorar. Pero no estoy
triste, porque acabo de conocer al mejor ayudante de cocina del mundo”, le
dijo. El zorro sintió como el pecho se le hinchó de orgullo. ¡Era el mejor
ayudante del mundo, aunque no fuera bueno en matemáticas!, pensó, muy contento.
Cuando la cebolla estuvo picada y las
lagrimas secas, la alpaca puso un sartén al fuego. La cebolla, una pizquita de
polvos rojos, de sabor muy picante. Todavía no se parecía a las humitas de las
que había llevado un día su tía Jimenita a la casa, pero el olor ya lo estaba
matando de hambre. Se preguntó si sería bueno comer los choclos picados, pero
se acordó que era el mejor ayudante de cocina del mundo y decidió ser paciente.
Mientras Mery se dedicaba a jugar con un
trozo de cuerda que encontró en el camino, el zorro ayudó a la alpaca a mezclar
el choclo, la cebolla y una pizca de sal y pimienta. La pimienta le gustaba
mucho, aunque sabía que no tenía que ponérsela demasiado cerca de la nariz,
porque sino le daban ganas de estornudar. Recordó que con sus hermanos a veces
hacían concursos de quién aguantaba más oliendo la pimienta sin soltar un
estornudo. Al final del juego siempre terminaban con los ojos rojos, la
pimienta en el suelo y ellos revolcándose de risa. La que menos se reía era su
mamá, aunque le pareció que no se enojaba tanto como ella decía cuando veía el
desastre en el que convertían la cocina.
Mientras el zorrito pensaba en eso, la
alpaca muy delicadamente ponía leche en la mezcla. Mery apareció como por arte de magia a su lado en cuanto sintió
el olor, así que el zorro le sirvió un poco en un pocillo y dejó que tomara.
Era el mejor ayudante del mundo y eso significaba que tenía que ayudar a los
gatos también.
La pasta que se formó era espesa y de color amarillo pálido, aunque
decididamente no se parecía a una humita, pero ahora venía la parte
entretenida: darle la forma correspondiente. La alpaca le enseñó como se
anudaban las hojas de choclo, que ya habían sacado del agua y no estaban duras.
Si bien el pequeño zorro al principio
pensó que sería un desastre, la alpaca rápidamente le enseñó cómo formar las
humitas. Al principio todas le quedaban chuecas, pero poco a poco le salieron
mejor. Incluso Mery quiso acercarse a ver cómo las hacía…aunque quizás también
quería jugar con el largo cordel que la alpaca le entregó para amarrarlas.
“Te quedaron muy lindas, zorrito. Ahora
viene lo más complicado. Tenemos que esperar”, le dijo, luego de ponerlas en la
una olla con agua. Y aunque el zorro tenía mucha hambre y temió que se tardara
horas en poder comer, en realidad no fue tanto rato. Jugó con Mery, que no
hablaba pero era una gran cazadora de los cordeles que habían sobrado, le
mostró a la alpaca la chupalla que se encontró al borde del río y hasta lavó
los tomates con los que la alpaca preparó una ensalada. El tiempo pasa muy
rápido cuando se hacen muchas cosas.
Pronto, las humitas estuvieron listas.
Se sentaron y comenzaron a comer. ¡Estaban deliciosas! había algunas dulces y
otras saladas. Tenían un sabor muy suave y el zorro las acompañó todas con la
ensalada, muy contento por la rica comida. Mery daba pequeños mordisquitos y la
alpaca también comía, una tras otras. El zorro estaba feliz de que hubieran
hecho tantas. No sabía cuantas, claro, pero luego de que todos comieron y
quedaran satisfechos, aún quedaban.
La comida fue muy animada. Terminaron,
guardaron todo y jugaron un rato más con Mery cuando despertó de su siesta. Tomaba
muchas siestas a lo largo del día. Ya era hora de continuar su camino y aunque
la comida fue deliciosa, el zorrito sentía un nudo en el estómago.
“Alpaca, ya tengo que irme a casa. Llevo
paseando muchos días y debo regresar con mis hermanos, mis papás, mis tíos y
mis abuelos. Pero estoy muy contento de habernos conocido y de comer humitas
contigo”, le dijo. De pronto, pareció como si sus ojos se acordaran de la
cebolla, porque estuvo a punto de llorar. O quizás tenía pena. Mery se le
acercó y lo tocó con su patita.
“Amigo zorro, no tienes que estar
triste. Fue muy bonito conocernos y ahora sé que en algún lugar estará el mejor
ayudante de cocina del mundo. Yo estoy recorriendo Chile para aprender de sus
comidas, porque cada una de ellas representa un nuevo amigo. Ahora, cada vez
que tú comas humitas, podrás acordarte de mí. Y cada vez que yo las prepare, me
acordaré de este día tan especial”, le dijo la alpaca.
“Entonces, alpaca, cuando pases por mi
casa te invitaré a comer. Podremos pasear juntos y tendrás muchos más amigos
zorros que también te querrán ayudar en la cocina”, le dijo, muy contento. La
alpaca sonrió. “Me encantará visitarte, zorrito. Tengo que llegar hasta el sur
del país, y luego iré a visitarte. Por favor, llévate las humitas para el
camino y compártelas con tu familia. Volveremos a encontrarnos muy pronto”, le
dijo.
El zorrito se despidió de la alpaca y de
Mery. Les regaló las uvas que tenía en su bolsillo. Tomó una mochila llena de
humitas, se puso la chupalla y emprendió el rumbo hacia su casa. De seguro
estarían esperándolo y se sorprenderían mucho de saber que, entre todos ellos,
precisamente él, que aunque era aventurero era muy malo para las matemáticas,
se había convertido en el mejor ayudante del mundo.
“Cuando la alpaca vuelva a visitarme, le
prepararé yo las humitas. ¡Que contenta se pondrá mi nueva amiga cuando me
vea!”, pensó el zorrito, mientras caminaba hasta su casa. Definitivamente, esa
había sido una delas mejores aventuras que había tenido. Y lo mejor era que
cada vez que quisiera recordarla, sólo tenía que conseguir algunos
choclos con hojas bonitas.
martes, 13 de enero de 2015
El pan solo
Hace un par de días, pasaba por el supermercado. En medio del templo de ingredientes que permiten las más gloriosas preparaciones, una visión nostálgica y desoladora monopolizó toda mi atención, hazaña ya de por sí admirable.
Agazapada entre un mar de pies indolentes, una hallulla solitaria se encontraba en medio del pasillo, alejada de todos sus pares. Ni la humilde marraqueta, ni la estirada baguette, ni siquiera un estrafalario croissant, mucho menos una recia rebanada de ese pan con forma de diamante cuyo nombre, al menos para mí, permanece en el misterio, le hacían compañía. En el suelo, cerca de las canastas donde impacientemente esperan al público, migas de diversa procedencia daban testimonio de la impúdica selección a la que los panes se someten jornada tras jornada.
Pero esta hallulla era distinta. Completamente sola, en medio de un pasillo que sabía más de fideos de todo tipo y de promociones de salsa de tomates que de tecitos y desayunos, su ensimismada presencia estaba lejos de ser un grito desesperado. ¿Qué será de esos panes que quedan abandonados a su suerte? ¿De aquellos cuyo exceso de miga, o falta de ella, de esos muy quemados, muy blancos, chuecos, muy grandes y muy pequeños, que se quedan en la canasta? ¿Tendrán todos la misma dignidad que aquel pan, que con nostalgia no desprovista de entereza, aguardaba llegar al basurero?
Todo pan, cuando sale del horno, espera un futuro prometedor. Tal vez un poco de mantequilla. Algunos soñarán con ser untados en mermelada. Los más aventureros quizás quisieran ser rellenados con atún con cebolla y ser devorados en alguna playa, mientras, felices y llenos de arena, miran con harinosos ojos la puesta de sol.Otros, amantes de la buena mesa y las tradiciones chilenas, quizás aspiran a acompañar una sopa. Pero no este pan. Ni mantequilla, ni mermelada, ni palta estaban escritos en su destino. Para él, el revivir en forma de un budín de pan con pasas y manjar en la cubierta era un sueño lejano. Qué decir de ser mojado, envuelto en una lechuga y puesto en el horno para ablandar su corazón. Nada. Endurecida ya su corteza, coartados sus sueños de ser la estrella de la hora del té, alejado incluso de los desafortunados que de la canasta fueron a dar al suelo, este pan ya no sentía tristeza. No había angustia en su mirada redonda. Ya ni siquiera perdía tiempo aferrándose a esperanzas vanas. En su mente no se mantenían ilusiones de algún niño que, sin prejuicio, lo cogiera desde el frío suelo y se lo comiese con gusto.
Porque allí, en el piso, lejos de los suyos, rodeado de indiferencia y lleno de nostalgia, ese pan era la soledad.
Agazapada entre un mar de pies indolentes, una hallulla solitaria se encontraba en medio del pasillo, alejada de todos sus pares. Ni la humilde marraqueta, ni la estirada baguette, ni siquiera un estrafalario croissant, mucho menos una recia rebanada de ese pan con forma de diamante cuyo nombre, al menos para mí, permanece en el misterio, le hacían compañía. En el suelo, cerca de las canastas donde impacientemente esperan al público, migas de diversa procedencia daban testimonio de la impúdica selección a la que los panes se someten jornada tras jornada.
Pero esta hallulla era distinta. Completamente sola, en medio de un pasillo que sabía más de fideos de todo tipo y de promociones de salsa de tomates que de tecitos y desayunos, su ensimismada presencia estaba lejos de ser un grito desesperado. ¿Qué será de esos panes que quedan abandonados a su suerte? ¿De aquellos cuyo exceso de miga, o falta de ella, de esos muy quemados, muy blancos, chuecos, muy grandes y muy pequeños, que se quedan en la canasta? ¿Tendrán todos la misma dignidad que aquel pan, que con nostalgia no desprovista de entereza, aguardaba llegar al basurero?
Todo pan, cuando sale del horno, espera un futuro prometedor. Tal vez un poco de mantequilla. Algunos soñarán con ser untados en mermelada. Los más aventureros quizás quisieran ser rellenados con atún con cebolla y ser devorados en alguna playa, mientras, felices y llenos de arena, miran con harinosos ojos la puesta de sol.Otros, amantes de la buena mesa y las tradiciones chilenas, quizás aspiran a acompañar una sopa. Pero no este pan. Ni mantequilla, ni mermelada, ni palta estaban escritos en su destino. Para él, el revivir en forma de un budín de pan con pasas y manjar en la cubierta era un sueño lejano. Qué decir de ser mojado, envuelto en una lechuga y puesto en el horno para ablandar su corazón. Nada. Endurecida ya su corteza, coartados sus sueños de ser la estrella de la hora del té, alejado incluso de los desafortunados que de la canasta fueron a dar al suelo, este pan ya no sentía tristeza. No había angustia en su mirada redonda. Ya ni siquiera perdía tiempo aferrándose a esperanzas vanas. En su mente no se mantenían ilusiones de algún niño que, sin prejuicio, lo cogiera desde el frío suelo y se lo comiese con gusto.
Porque allí, en el piso, lejos de los suyos, rodeado de indiferencia y lleno de nostalgia, ese pan era la soledad.
miércoles, 7 de enero de 2015
Los misiles siguen siendo temerosos de la tinta
No nos olvidemos de Charlie Hebdo, ni de los que derramaron tinta y sangre por decir -y escribir- lo que pensaban.
martes, 6 de enero de 2015
Ave Mayo para un martes
Día martes en la oficina y un dolor de cabeza que se retuerce como un gusano en la mitad de mi cráneo -suele dolerme un sólo lado,odioso regalo de la predisposición genética a la jaqueca-. Los constantes sonidos, propios de cualquier oficina, perforan, empujan y hacen latir mis sesos. Es un cuento de terror en la jornada laboral.
Uno, dos, tres vasos de agua. Gente que entra y sale. Un ángel rubio a la fuerza, con rostro ceñudo y ojos muy maquillados de un estridente calipso, traspasa las fronteras que separan la oficina de la calle. Suele estar molesto y apurado. Con cierta brusquedad, me dice, casi en secreto, que tiene ave mayo, pan con palta y dulces para el desayuno. El cerebro deja de prestar atención al dolor para enfocarse en abrir desmesuradamente los ojos y arrebatarle de las manos una marraqueta con pollo y mayonesa. El ángel recibe su paga y se marcha, un tanto menos ceñudo ante la transacción.
Envuelto en una servilleta, que convenientemente puede dividirse en dos, al igual que el pan, se encuentra el humilde ave mayo. Resisto la tentación de herirlo a bocados sin algo que beber, así que feliz, voy a buscar agua. Dos pasos y me doy cuenta que mi vaso sigue sobre el escritorio, pues en su lugar me llevé el celular. Recupero mi vaso, lo lleno y vuelvo a mi sitio. El ave mayo me espera impaciente.
Al primer mordisco, la marraqueta muestra su fortaleza de espíritu. Tiene una corteza tan dura que casi lastima mi paladar. Pero el hambre puede más. El pan no tiene miga, pero la mezcla fría de la carne de ave, posiblemente pasada por la licuadora, junto a la mayonesa, ocupa parte de su lugar. El exceso de aire provoca que parte de la pasta insista en escapar. Se niega a ser parte del pan y a ser devorada, así que discretamente procura arrancarse servilleta abajo. Pero yo soy más rápida, y en un segundo entra a donde debe estar: mi hambriento cuerpo.
Terminó la primera batalla contra la marraqueta, pero soy inclemente y en menos de un segundo, ya comienzo a engullir la segunda mitad. Alguien se acerca a la puerta, obligándome a esconder el pan bajo el escritorio con un rápido movimiento de la mano. Nadie me dijo que estaba mal comer, y bajo ninguna circunstancia comer debería ser algo que requiera ocultarse con reflejos veloces, pero es lo que instintivamente hago.
El ave mayo se acabó. Sólo quedan dos servilletas comprimidas al extremo como mudos testigos del festín. El vaso vacío no se preocupa, será llenado y vaciado incontables veces durante la jornada. El dolor de cabeza, tímidamente, comienza a retornar a su lugar. Pero ya con menos fuerza. Debe ser que todavía está saboreando el pan de aire, pollo y mayo.
Uno, dos, tres vasos de agua. Gente que entra y sale. Un ángel rubio a la fuerza, con rostro ceñudo y ojos muy maquillados de un estridente calipso, traspasa las fronteras que separan la oficina de la calle. Suele estar molesto y apurado. Con cierta brusquedad, me dice, casi en secreto, que tiene ave mayo, pan con palta y dulces para el desayuno. El cerebro deja de prestar atención al dolor para enfocarse en abrir desmesuradamente los ojos y arrebatarle de las manos una marraqueta con pollo y mayonesa. El ángel recibe su paga y se marcha, un tanto menos ceñudo ante la transacción.
Envuelto en una servilleta, que convenientemente puede dividirse en dos, al igual que el pan, se encuentra el humilde ave mayo. Resisto la tentación de herirlo a bocados sin algo que beber, así que feliz, voy a buscar agua. Dos pasos y me doy cuenta que mi vaso sigue sobre el escritorio, pues en su lugar me llevé el celular. Recupero mi vaso, lo lleno y vuelvo a mi sitio. El ave mayo me espera impaciente.
Al primer mordisco, la marraqueta muestra su fortaleza de espíritu. Tiene una corteza tan dura que casi lastima mi paladar. Pero el hambre puede más. El pan no tiene miga, pero la mezcla fría de la carne de ave, posiblemente pasada por la licuadora, junto a la mayonesa, ocupa parte de su lugar. El exceso de aire provoca que parte de la pasta insista en escapar. Se niega a ser parte del pan y a ser devorada, así que discretamente procura arrancarse servilleta abajo. Pero yo soy más rápida, y en un segundo entra a donde debe estar: mi hambriento cuerpo.
Terminó la primera batalla contra la marraqueta, pero soy inclemente y en menos de un segundo, ya comienzo a engullir la segunda mitad. Alguien se acerca a la puerta, obligándome a esconder el pan bajo el escritorio con un rápido movimiento de la mano. Nadie me dijo que estaba mal comer, y bajo ninguna circunstancia comer debería ser algo que requiera ocultarse con reflejos veloces, pero es lo que instintivamente hago.
El ave mayo se acabó. Sólo quedan dos servilletas comprimidas al extremo como mudos testigos del festín. El vaso vacío no se preocupa, será llenado y vaciado incontables veces durante la jornada. El dolor de cabeza, tímidamente, comienza a retornar a su lugar. Pero ya con menos fuerza. Debe ser que todavía está saboreando el pan de aire, pollo y mayo.
viernes, 2 de enero de 2015
Yo vencí a la muy cabrona
Seré franca: Terminaron por subírseme los humos a la cabeza. Entre tanto aleonamiento colectivo, de compañeros, amigos, familia y cuanta gente suele rodear a la gente como uno (la normal, claro está), que me preguntaron, motivados por mis ácidos pero elegantes comentarios en las todopoderosas redes sociales , si escribía "algo".
Obviamente, la falsa modestia pudo más, así que todos y cada uno de ellos recibió la respuesta más ingeniosa que se me ocurrió en ese momento. Una cosa es levantarse inspirado un día, y buscar formas de expresarse por medio de un par de párrafos, y otra cosa es tomar ritmo, sentarte y escribir de una vez por todas. Porque, claro, que todo mi ambiente esté lleno de libretas de todo tipo, siempre con frases que escuché o que se me ocurrieron, no me convierte en promesa de la literatura moderna.
Claramente, no soy una Bradbury, Stevenson, Coyle ni Huxley*. En primera, porque mis apellidos son bastante más fáciles de pronunciar. Y en segunda, porque escribir estados de Facebook medianamente ingeniosos y un par de cuentos, casi todos infantiles, no hacen de nadie un buen escritor. El haber trabajado en un medio escrito, pese a ser impagable, tampoco lo hace. Aunque, ciertamente, te ayuda a enfrentarte con la página en blanco.
Para los legos, que en realidad conocen el sentimiento tanto como el más letrado, el Síndrome de la Página en Blanco -nombre que, no estoy segura, inventé o leí en alguna parte- es lo que ocurre en los preciosos minutos cuanto te dispones a escribir, pero la página te mira, radiantemente vestida de blanco, sin una minúscula palabrita que te señale que la tarea de plasmarlo todo con letras comenzó.
Los segundos avanzan y la página sigue en blanco. Le pasa a la gente en la prensa. Le pasa a los escritores, a los universitarios, a los que escriben una carta. Ocurre incluso cuando escribimos llenamos un formulario. El tiempo apremia, y ninguna humilde palabra hiere la faz burlona y radiante de la página. Hasta que una idea surge, pésima, pero algo se escribe. Y es un golpe a la muy cabrona. Pero la idea no te gusta, borras todo y la maldita página vuelve a ganarte. Así, muchas veces, hasta que, golpeada y herida por las letras, la página en blanco, humildemente, se sacrifica en aras de la escritura.
Que me vengan los poetas a decir que las páginas en blanco son un mundo por descubrir, que son el mármol que se transformará en una obra maestra. Yo en cuanto tomo un lápiz, aunque sea uno metafórico, me declaro en guerra con la jodida blancura de la página. Y, a esta sucia cabrona, al menos, esta vez le gané.
PS: A saber: Autores de "Crónicas Marcianas", un maravilloso cuento titulado "La puerta y el pino", padre de "Sherlock Holmes" y "Un mundo feliz", respectivamente. Que el nombre no los engañe, son obras muy pop y sencillas de leer.
Obviamente, la falsa modestia pudo más, así que todos y cada uno de ellos recibió la respuesta más ingeniosa que se me ocurrió en ese momento. Una cosa es levantarse inspirado un día, y buscar formas de expresarse por medio de un par de párrafos, y otra cosa es tomar ritmo, sentarte y escribir de una vez por todas. Porque, claro, que todo mi ambiente esté lleno de libretas de todo tipo, siempre con frases que escuché o que se me ocurrieron, no me convierte en promesa de la literatura moderna.
Claramente, no soy una Bradbury, Stevenson, Coyle ni Huxley*. En primera, porque mis apellidos son bastante más fáciles de pronunciar. Y en segunda, porque escribir estados de Facebook medianamente ingeniosos y un par de cuentos, casi todos infantiles, no hacen de nadie un buen escritor. El haber trabajado en un medio escrito, pese a ser impagable, tampoco lo hace. Aunque, ciertamente, te ayuda a enfrentarte con la página en blanco.
Para los legos, que en realidad conocen el sentimiento tanto como el más letrado, el Síndrome de la Página en Blanco -nombre que, no estoy segura, inventé o leí en alguna parte- es lo que ocurre en los preciosos minutos cuanto te dispones a escribir, pero la página te mira, radiantemente vestida de blanco, sin una minúscula palabrita que te señale que la tarea de plasmarlo todo con letras comenzó.
Los segundos avanzan y la página sigue en blanco. Le pasa a la gente en la prensa. Le pasa a los escritores, a los universitarios, a los que escriben una carta. Ocurre incluso cuando escribimos llenamos un formulario. El tiempo apremia, y ninguna humilde palabra hiere la faz burlona y radiante de la página. Hasta que una idea surge, pésima, pero algo se escribe. Y es un golpe a la muy cabrona. Pero la idea no te gusta, borras todo y la maldita página vuelve a ganarte. Así, muchas veces, hasta que, golpeada y herida por las letras, la página en blanco, humildemente, se sacrifica en aras de la escritura.
Que me vengan los poetas a decir que las páginas en blanco son un mundo por descubrir, que son el mármol que se transformará en una obra maestra. Yo en cuanto tomo un lápiz, aunque sea uno metafórico, me declaro en guerra con la jodida blancura de la página. Y, a esta sucia cabrona, al menos, esta vez le gané.
PS: A saber: Autores de "Crónicas Marcianas", un maravilloso cuento titulado "La puerta y el pino", padre de "Sherlock Holmes" y "Un mundo feliz", respectivamente. Que el nombre no los engañe, son obras muy pop y sencillas de leer.
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