sábado, 20 de junio de 2015

Morrón para Manuel

En casa, cuando era niña, teníamos una férrea política familiar: Está en tu plato, te lo comes. No hay nada más que decir al respecto. Te lo servían, te lo comías, sin derecho a réplica. Claro que cada uno tenía derecho a renegar de un sólo platillo. En el caso de mi hermano, se vetó la crema de espárragos. Yo pedí olvidar por siempre las prietas.
Pero fuera de esas excepciones, todo tenía que ser devorado. Aunque, claro, esta ley se esfumaba si estábamos de visita en casa de los abuelos. Recuerdo a mi "mami", preparando el plato infantil por excelencia: Arroz, un churrasco, tomate, palta y mayonesa. Mi abuelo, por otra parte, siempre se preocupó de que jamás faltara Coca-cola en la mesa. Ahora no parece gran cosa, pero en mi casa las bebidas estaban reservadas para ocasiones especiales. No así donde mis tatas, donde cada capricho culinario era cumplido a cabalidad. Yo amaba comer lo que yo quisiera, y ellos eran felices de proveerlo, cada uno en su estilo: Mi nona disfrutaba tener a alguien que la eximiera de hacer preparaciones muy elaboradas y mi nono era un alma generosa siempre dispuesta a ofrecer chocolates y dulces mientras entregaba consejos para la vida. Una de las lecciones que me quedaron grabadas era el "comer todo lo que te haga bien". En su filosofía campesina, si algo "hace bien", tiene que gustarte, independientemente del sabor.
Pero claro, como el menú se hacía según mis preferencias, jamás tuvo Manuel la fea visión de su nieta regalona rechazando comida. Su papel de consejero era, pues, un éxito.
Probablemente mi nono es una de las personas que mayor influencia ha tenido en mi. Pero su imagen de abuelo bondadoso contrastaba con una chispa maliciosa que tenía en la mirada. Pregonaba el hacer caso a los padres, profesores y sacerdotes, pero rebosaba de orgullo ante cualquier muestra de astucia infantil. Aun recuerdo cuando me enseñó a jugar voley, y quebró la ventana del comedor mostrándome cómo dar pases. Mi abuela salió presurosa a averiguar qué producía tanto alboroto...y el buen Manuel, con expresión seria, le pidió que no me retara, porque, después de todo, los niños suelen romper cosas y un vidrio no era nada grave. Es más, para demostrarme que no había nadie enojado, el almuerzo sería elegido por mí y él ya luego él repararía mi error. No fue la primera vez que me  inculpó de crímenes de ese tipo, pero mi silencio, sobra decirlo, estaba muy bien pagado.
Es así como,impulsada sus genes, creé las formas mas rebuscadas de no comer nada que no me gustara. No hay nada más horrible que el sabor de aquello que nos arruina el comer. No me considero malcriada, pero leche, pimientos, prietas, sopas y un par de minucias jamás tuvieron mi aprobación.
Era una niña obediente y tranquila la mayor parte del tiempo. Una coartada eficaz para evitar aquellos suplicios, recurriendo a todo lo que podía con tal de salirme con la mía. Intercambié platos de guisos y sopas con mi hermano por medio de súplicas, argumentos, amenazas, lisonjas y chantaje; inventé alergias a los pimientos, derramé bebida convenientemente sobre la tortilla de acelga, esperé descuidos para regresar platos enteros a su fuente de origen, y realicé todos los ardides que se me ocurrieron para evitar mancillar el sublime acto de comer con un mal sabor de boca.
Pero un incidente familiar cambió drásticamente la dinámica: Una hermana pequeña, revoltosa e inesperada llegó para voltearlo todo. En algún punto, mi madre abandonó el lema familiar. Comencé a notar que podía, cada vez con más soltura, evitar aquellos alimentos que no alegraban mi espíritu. Todo esto, gracias a la más pequeña de la casa, que suele monopolizar la vigilante mirada de mi madre durante las comidas.
Dejar comida en el plato es una fea costumbre, eso si lo sé. No hay nada rescatable en ello. Pero supongo que es un fiel reflejo de lo mala que soy enfrentando situaciones desagradables. Si evito a toda costa comer pimientos, también dilato hacer llamadas incómodas. Es decir, esquivaré todo aquello que deje un mal sabor, ya sea culinario o emocional.
¿Y mi abuelo? Seguramente vociferaría ante mi falta de carácter para enfrentar aquello que no me gusta. Pero sonreiría con los ojos ante la imagen de una niña repartiendo delicadamente la cantidad justa de leche en las tazas vacías de todos sus compañeritos, de manera que  parezcan los restos que los demás niños dejaron. Y casi puedo escuchar sus carcajadas cuando pienso que, luego de deshacerme del desagradable líquido, le mostraba la taza a la  profesora y le preguntaba si podía tomar un poco más.

miércoles, 10 de junio de 2015

Déjeme la jarra

Llevo un par de meses sin escribir, mientras nadaba en el mundo de la cesantía, el acabose existencial, entrevistas de trabajos, nuevas labores y un millar de cosas. Pero no dejé de comer, por supuesto.
Durante la temporada de zozobra emocional, puedo contar muy poco. ¿Qué hice durante esas dos semanas? No mucho. Recuerdo un vago intento por ordenar mi cuarto. Vi películas que ya puedo recitar de memoria, escena por escena. Fui a un par de clases, más por hacer algo que por una necesidad imperiosa de aprender. Y comí.
No comí nada memorable. De echo, no tenía ganas de comer. Primera señal inequívoca de que algo no anda bien. Por mi mente dejaron de pasar esas imágenes cotidianas de sushis, pollo con papas fritas, ensaladas de fruta, verduras salteadas, quesos variados, tartaletas, duraznos con crema, comida china, fetuccini alfredo, tostadas con palta, postres helados y todo el desfile de preparaciones que constantemente se aloja en mi cabeza.
Y por más que lo intentaba, no llegaban a mi. Como si cada una de mis papilas gustativas se negara a sentir algo más que apatía. La falta de antojos se considera un síntoma grave. En mi caso, alarmante.
Pero el agua pasó bajo el puente y antes de cumplir 10 días en lo que los españoles llaman "en paro", ya tenía un nuevo escritorio y un régimen horario bastante exótico. No cuento, claro, con los medios para satisfacer todos los irrefrenables llamados del estómago, pero los vaivenes emocionales han desaparecido.
Pero como la sabiduría augura, ninguna desgracia viene sola. Luego de cumplirse una semana de mi estado anímico vegetativo, uno de mis restaurantes favoritos, cercano a casa y económico, cerro intempestivamente. Dejaron las sillas, la televisión y los computadores intactos y hasta un par de boletas sobre el mesón. No supimos cuándo pasó. Sólo que ya no volverían. 
Otro revés emocional. Un restaurant cerrado es un amigo que se marcha. Ha pasado más de un mes y ninguna explicación. ¿Dónde se fue la mesera que se acercaba sonriente y preguntaba si quería lo de siempre, que nos avisaba de las nuevas preparaciones, conocía mis salsas favoritas e incluso se quejaba de los otros clientes si estos no correspondían su simpatía? Quizás la última parte no era muy profesional, pero sus muecas siempre me hacían reir.
Además...¿Dónde están mis salsas de cilantro, maracuyá y olivo? La primera tenía un bonito color verde pistacho, que siempre me hacía pensar en un cuarto fresco y ordenado. La de maracuyá era semi transparente. Al comienzo no filtraban las pepitas, pero su dulzura acompañaba maravillosamente casi cualquier platillo. Y mi salsa de olivo tenía el gusto a uno de los frutos que mejor se dan en mi tierra, la aceituna, pero sin ser empalagosa. 
Pese a que tengo la necesidad de probar cosas nuevas, también me gustan los rituales. Íbamos casi siempre a la misma hora. Y siempre tenían puesta la misma telenovela. Me llegué a encariñar con los personajes, aunque jamás conocí su destino, pues mi restaurant cerró dos semanas antes de que el amor triunfara sobre todo.
Y, cual amante despechada, me lancé a la búsqueda de nuevos locales de su tipo. Hay tres cerca de casa. Pero...no. No tienen salsa de cilantro, maracuyá ni olivo. El mesero no sonríe,  las mesas están muy juntas, o casi nunca tienen pulpo entre las preparaciones. Dios, cómo extraño unos buenos cortes de pulpo.
Y así, el tiempo ha pasado. La cesantia dejó de ser un fantasma hace ya mucho, pero sigo sin un lugar para celebrar su retirada, que esté cerca de casa, sea económico y que tenga a una mesera confianzuda y encantadora.
Por eso a veces, voy a mi juguería de siempre, donde los meseros escriben tu pedido en láminas de vidrio, y pido una malteada de frutilla con plátano, o un plátano alegre. Y les pido que me dejen la jarra, porque hay muchos recuerdos por los cuales firmar.