domingo, 6 de diciembre de 2015

Y un día nos reímos

Estoy segura de no haber tenido más de ocho años. Fue una de esas salidas a comer fuera, en un restauran que, en ese momento, me parecía la obra máxima de la elegancia. Estas salidas eran todo un acontecimiento, reservadas para momentos especiales, en los que la comida sería una delicia, un acto sublime de la mecánica de ingerir alimentos. A los ocho años, un pollo asado, papas fritas y Coca Cola era como estar en el cielo. A los 27, muchas veces sigue siéndolo.
 Recuerdo que el amable garzón se nos acercó y comentó que nos traerían postre "por cortesía de la casa". Por alguna razón, recuerdo que todos los garzones que me atendieron en mi niñez, eran guapos, atentos y siempre sonreían mucho. Les profesaba una admiración infinita, pues siempre me trataban bien y, además, me traían comida. Años después, puedo dar fe que sigo ganando sonrisas cuando demuestro un excesivo entusiasmo por los alimentos, una felicidad tan pura y tan genuina que muchas veces, parece incluso alegrar a otros.
 Por tanto, cuando hace casi 20 años, el garzón auguró un postre gratis, se convirtió automáticamente en la persona más bondadosa que conocía, alguien cuyo desinteresado gesto recordaría por siempre. Me alegra saber que cumplí esa promesa, pero muchas veces, para llegar a nuestras metas se recorre un camino diametralmente opuesto al planificado.
El postre llegó. Era una pequeña copa con una sustancia blanquecina. Dos décadas después, el debate familiar se mantiene. Madre asegura que era un mousse de guayaba, mientras padre dice que era algo con limón. Pueden tener razón ambos, alguno o ninguno. Los recuerdos, especialmente aquellos que son compartidos, suelen teñirse con el paso del tiempo.
Lo que los cuatro recordamos sin problema fueron nuestras caras de asombro. Aquella cortesía de la casa era, lejos, el peor postre que habíamos probado. Recuerdo que mi madre incumplió su propia regla y una fugaz mueca de desagrado pasó por su rostro. Miró a mi padre con un dejo de desesperación. Él, a su vez, un devorador fenomenal de casi cualquier cosa comestible, abrió y cerró la boca un par de veces, como un pez fuera del agua. Yo miré a mi hermano, a la sazón de unos seis años, y le advertí que no comiera, porque era "el postre más malo del mundo".
Como dije: los recuerdos se distorsionan con el paso del tiempo. Puede que no haya sido así, pero recuerdo que un silencio sepulcral inundó la mesa. Yo había dejado la ensalada de pimientos que sirvieron como entrada, Y recuerdo que, en algún momento le agregué un poco  a la copa del postre. Esto reafirma claramente que el terrible sabor de la cortesía de la casa impactó de tal modo a mi soberana madre, que incluso me permitió realizar ese experimento, nuevamente obviando las leyes impuestas a la mesa.
Mi hermano, que siempre tuvo gustos culinarios para mi totalmente incomprensibles, dijo que el postre había mejorado mucho con su nueva guarnición. Todos le ofrecimos los nuestros, pero sólo se comió ese, pues mi madre recupero la compostura y consideró que agregarle morrón a un mousse de guayaba era demasiado, incluso tratándose de algo con un sabor tan espantoso.
Jamás sabremos qué ocurrió. De hecho, nadie parece recordar qué preparación fue. Pero a veces, en las conversaciones familiares, alguien saca a colación el tema. Mi hermana, que nació diez años después de ese episodio, incluso conoce el frontis del local. Jamás regresamos, pero, cuando comemos juntos en casa, y alguien recuerda la historia, se cuenta con entusiasmo. Los años le van cambiando detalles, pero la conclusión siempre es la misma. El lo peor que hemos comido juntos, como familia. El desastre culinario que cometió el crimen de arruinar un postre, pero que hoy, casi veinte años después, nos transporta a una vida mucho más simple. Fue, en ese momento, una de las locas  pruebas que nos puso el destino. Pero que, como tantas otras, incluso algunas mucho más terribles, a veces nos hace reir.