El de Isabel había sido un día apocalíptico. Una devastadora
sinfonía de problemas. Llegó tarde al trabajo por ir a dejar a su gato a la
veterinaria- lo habían envenenado ¿¡Cómo pudieron!?- y el panorama no era
alentador. En la oficina, los portazos fueron la banda sonora de la mañana, la
impresora se rehusó a ser parte de aquella locura y simplemente dejó de
funcionar y además una pila de
documentos imprescindibles se acumulaba en su escritorio.
La hora del almuerzo debió ofrecer algún consuelo, pero su
local favorito estaba cerrado. Frustrada, se topó con un pequeño restauran que
ofrecía comida italiana. Una jornada tan nefasta ciertamente no incitaba a aventurarse, pero el agotamiento
pudo más. Se tardaron muchísimo, mas en cuanto Isabel probó los fetuccinis con
salsa Alfredo, sintió un rayo de luz
divina atravesando su pecho.
¿La salsa tendrá vino blanco?, se preguntó.
Regresó a la oficina. El día no mejoró, por supuesto. Se dio
cuenta que había perdido uno de sus aros favoritos y tuvo una discusión con su
pareja ni bien cruzó la puerta de su casa. Exhausta, se acostó deprisa.
“Seguro que tenía vino blanco” fue lo último que pensó antes
de dormir.