Muchas cosas han pasado en este último tiempo. Entre ellos, una misteriosa dolencia en el brazo que me ha obligado a transformarme en una zurda honoraria, agradeciendo mi innata habilidad en ambas manos. Lo segundo y más notable, es que debido al azaroso sistema del trabajo a honorarios, hace un par de días fui la elegida por los dioses de los sobres azules.
Nada saco con rememorar el instante en el que te avisan que dejarás de formar parte de tu lugar de trabajo. Generalmente, no es grato. Pero no es ese instante el que llama mi atención. Son las horas posteriores.
Si un lunes, cerca de las 10 de la mañana, recibes el temido anuncio que vaticina un futuro laboral incierto a partir del próximo viernes, se te entrega, en teoría, 5 jornadas de lo más extrañas. Irás a la oficina, saludarás a tus compañeros, te reirás de sus chistes, revisarás correos, contestarás llamados y, en pocas palabras, continuarás tu rutina normal. Continúas con tus labores porque, técnicamente, sigues en ellas durante una semana más.
Sólo que no es una semana más. Al menos, las labores me saben extrañas. Pensaba, mientras disimuladamente buscaba las pocas pertenencias que tengo en mi escritorio, en algo que pudiera compararse con esta sensación tan indescriptible.
Entonces, al día siguiente, encontré la respuesta luego de una agradable conversación con una futura ex-compañera a la que le solicitaba unos diseños en un formato distinto al enviado. Acordamos el formato necesario, nos preguntamos sobre el fin de semana largo, intercambiamos recetas caseras para el resfriado y luego cada una retomó sus asuntos. Desde el minuto en el que colgué el teléfono y pasee mi vista por el escritorio, casi pude imaginarme un plato frente a mis ojos.
Redondo, pequeño, blanco y sin absolutamente ningún otro adorno que las lechugas que contenía. Todas de un color verde vivo, picadas meticulosamente en trozos finos. La ensalada, en mi visión, lucía inmaculada. Pero insípida. Sin tenerla físicamente a mi alcance, yo sabía que no tenía una pizca de sal. O limón. Ni vinagre, o un poco de ajo molido, mucho menos pimienta.
No tenía más que gusto a lechuga. Y siquiera podría decir que era una lechuga particularmente intensa en su sabor, pero no. Incluso, el tenedor del plato no tenía marcas destables o incluso recordables. El tenedor más genérico imaginable acompañaba a un perfecto plato de lechuga picada en una visión que tuve contemplando el escritorio más desolado del mundo.
Aunque tal lechuga sin limón, sal, ajo ni vinagre no existe, por supuesto. Pero eso no quita que el día del despido, al caer la noche, la recibiera con sushi y una tabla de quesos. Después de todo, que esté en mi cabeza no significa que no pueda quitarme el mal sabor.