Voy a partir por lo siguiente: Soy de esas personas que comen sushi. Mucho. Probablemente en el camino destruí irrespetuosamente siglos de historia asiática, porque los como como si fueran dulces. y con ingredientes que muy poco tienen que ver con este platillo tradicional. Declarándome culpable, y entendiendo que, sumado a todo lo anterior, el gusto por estas piezas de arroz con variados acompañamientos suele asociarse con el arribismo y la cultura del "yo lo como/hago/veo porque es muy refinado", mantengo firme mi postura y filosofía: Si sabe rico, hay que comerlo, saborearlo, degustarlo y tenerlo cerca, aunque eso signifique colgarse etiquetas presta
das.
Hace un par de días, dejé mi amada y pequeñita ciudad costera para dirigirme a la capital. En un arrebato gastronómico, extrañé la mezcla de arroz agrio con verduras y productos del mar. La metrópolis me sedujo con rapidez, y camino al que sería mi hogar por las próximas 72 horas, vi muchos pequeños locales dedicados a esta pequeña delicia.
Al segundo día, luego de anochecer, me pareció el momento idóneo para satisfacer mis caprichosos antojos. Claro que para todos quienes venimos de una pequeña ciudad, la jungla de cemento puede ser intimidante. El cansancio y las recomendaciones de no alejarme mucho de la casa de huéspedes durante la noche me empujaron a un patio de comidas. Entonces, se libró en mi interior una lucha encarnecida: Mientras mis antojos de sushi seguían creciendo, una voz débil susurró una inaudible señal de advertencia. Supongo que luego de tantos años de ser ignorada, la vocecilla, además de baja, es bastante desganada.
Una cadena ofrecía el delicado manjar. La amable dependienta me recomendó el menú para lobos solitarios. Accedí, tomé asiento y espere, saboreando de antemano mi platillo. Ajena estaba al terror que preparaban para mí tras la barra. Si presto atención al recuerdo, incluso me parece escuchar la banda sonora de Tiburón.
Al ser la única cliente del local, una seña bastó para que dejara mi animada conversación telefónica. La bandeja, de intenso color amarillo, ofrecía, además, servicio delivery. Tomé los palitos que tanto me costó aprender a utilizar, y ataqué una pequeña empanada de aspecto tirante y brilloso. La gyosa no me bastó como señal de advertencia, y vaya que lo intentó. La masa semifría y chiclosa, el relleno demasiado caliente y un mar de aceite entraron presurosos a mi boca. Probé entonces con los pequeños rollitos. Demasiado grandes, más cuadrados que redondos y sin alma. Pero los probé. Cerré los ojos, un temblor involuntario recorrió mi cuello y saqué la lengua. Mi cerebro estaba confuso, asombrado...desamparado. "¿¡Pero si el sushi es delicioso y siempre nos gusta...por qué es desagradable?! ¡Esto es malo y el sushi el rico!" le oí murmurar pasmado.
Pero cada bocado sabía a decepción. Se supone que era rico. Un platillo delicioso, simpático de comer, variado, liviano...pero no. Quería que se terminaran. Quería dejar de comer, levantarme y alejarme rápidamente de la bandeja amarilla que, cruelmente, me demostró que un alimento puede ser, a la vez, insípido y demasiado salado. Porque eso era. Insípido y demasiado salado.
Casi en modo automático terminé mi cena. Estaba perpleja. Caminé, desamparada, hacia el supermercado, mientras intentaba procesar el terror vivido.
Cuando tomé conciencia de mi entorno, estaba en la sección de postres. Tomé un Chandelle de chocolate, una pannacota de frutos rojos y un 1+1 de chococrispis. El aire seco de Santiago me anunció la salida.
Llegué a la hostal y comencé a comer los postres con avidez. Tenía muchos recuerdos que borrar.