Seré muy franca: Ya me resigné a las caras de incredulidad cuando confieso -casi siempre en voz baja y mirando al piso- que no me gusta la cazuela, ese plato estandarte de la comida chilena, que parece concentrar en un plato de fondo con esa mezcla aguada y colorida, lustros de tradición hogareña. (Le dedicaré un texto completo en alguna oportunidad, nada demasiado amable. Evidentemente, la detesto).
Pero el odio verdadero siempre traerá consigo daños colaterales. Y yo concluí en mis primeros años que, si odiaba la cazuela, todo caldo, sopa o preparación que recordara mínimamente a mi archienemiga culinaria debía compartir aquel sentimiento. Incluso, los guisos se vieron alcanzados. ¿Qué es eso de arruinar algo tan maravilloso como las verduras poniéndoles agua caliente encima? ¿Por qué el tomate y la zanahoria tenían que perder esa alegría de vivir, para ser convertidas en una masa aplastada, casi siempre de un feo color, y que además poco ayudaba a soportar las temperaturas de 26°C que tenemos en pleno otoño? ¿Es absolutamente necesario, además, seguir con la absurda tradición de comida aguada en verano? Un largo día en el colegio, usando un uniforme color beterraga,¿No era acaso bastante castigo como para llegar a casa y notar que en tu puesto una maliciosa cuchara te miraba, socarrona, a la hora del almuerzo?
Mi rostro, incapaz de desimular los amargos sentimientos que me embargaban, jamás ocultó mi desdén ante tales preparaciones. Y parecía ser la única de nuestra alegre familia que no había caído en las garras de la tradición. Yo había abandonado la cueva de Platón de los alimentos acuosos a la tierna edad de 5 años, dejando a mi familia atrás, sumidos en un mar de fideos que perdieron todo el derecho de revolcarse alegremente con la salsa, y cuyo destino era languidecer patéticamente en un mar con poca sal y restos de otros infortunados ingredientes.
Era entonces que siempre acudía a mi cabeza la imagen de Mafalda, protagonista de las tiras cómicas que leía en busca de mi personaje favorito, Miguelito. La niña de pelo esponjoso no representaba para mi otra cosa que una distracción en las aventuras de mi héroe, aunque nos unía el desprecio por la insípida mezcla. Aunque, claro, mis protestas eran rápidamente anuladas por la mirada de advertencia de mi progenitora, e invariablemente, la sopa era consumida con una pobremente disimulada mueca.
Curiosamente, en medio de este desaire provocado por este intocable alimento, siempre fui una gran aficionada a las cremas. La mezcla de crema de leche con espárragos, choclos, tomate, champiñones, lentejas y cualquier otro elemento siempre me pareció increíble. La gloria era, y sigue siendo, máxima si a su espesa textura se le agrega pan frito. A mis 26 años, y gracias a los caminos que he elegido andar, he desarrollado la tesis de que casi cualquier cosa puede mejorar si se le agrega crema o mantequilla. Debí notarlo entonces, cuando me brillaban los ojos ante una porción de crema de espárragos. Lo sé ahora.
Entonces, hace no demasiado tiempo, me sorprendí un día cualquiera, pero memorable, con deseos de tener un calor en mi interior. En medio de terribles resfriados, me parecía que una trillada sopa de pollo podía ser reparadora. Comencé a sentir una punzada de envidia cada vez que madre preparaba para ella y mis hermanos una humilde sopa para la noche, marginándome de la preparación aduciendo que, si durante toda la vida me escapé de la comida caliente y hogareña, no había razón para incluirme en el festín. Incluso, sentía como una traición a mí misma el imaginarme comprando un tazón especial para aquellos brebajes, con asas a los costados y preferentemente de un color vistoso.
Y pese a los esfuerzos para negarme ante esta nueva verdad, un día me descubrí eufórica tras probar una velouté de pollo, cremosa, con crutones, maravillosa. Si pensé, por un momento, que podía mantener la esperanza escapar de todo aquello, esta se esfumó cuando me vi de pie frente a una enorme olla que en su interior contenía agua, especias, huesos de pollo y burdos restos de verduras, obteniendo subrepticiamente pequeños timbales llenos del aromático y seductor líquido, teniendo como aliado a un amigo oriundo de la zona sur, fanático de todo lo que le recordara el frío de su tierra. Entonces me rendí ante lo impensable.Yo quería tomar sopa en la noche, cuando el calor desaparece. La quería si estaba enferma, y rogando mi propio perdón, la quería si corría mucho viento y tenía las manos heladas. Yo misma había regresado a la caverna.
Probé entonces un día sentir el aroma de la maltratada cazuela, pensando que quizás encontraría en ella lo que comenzaba a descubrir en otros caldos. Destapé la olla con cuidado y acerqué mi nariz, tan parecida a la de mi padre. Cerré el cazo de inmediato, torciendo la boca en un gesto de disgusto. Insípida, aguada, de feo color, con patéticos fideos flotando en las turbias aguas. Despreciable como siempre. Entonces supe que había vuelto a la caverna, pero que jamás me puse cadenas para asegurarme de no volver a salir.